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El guachaquismo y la identidad nacional


Hace pocos meses, y haciendo eco del éxito de otra publicación previa, nació la revista «El Guachaca» que, pese a tener escasas ventas, ha acaparado algunos importantes titulares de televisión, merced a un esfuerzo por recuperar, de manera espectacular, lugares, vocablos, modismos lingüísticos, personajes y situaciones provenientes del mundo popular. Logró notas de prensa televisiva instaurando la «Fiesta Guachaca» y sacando de entre connotadas personalidades públicas a la «Reina Guachaca». Sus portadas ganaron algunos lugares destacados en los kioskos gracias a jocosas imágenes de aquello que recuerda al «pueblo»: un sonriente borracho achupallado y desdentado o un maestro de la construcción enseñando el nacimiento del trasero.



La publicación nació de un presunto movimiento de recuperación -resucitación- de las raíces culturales nacionales, en un intento mañido de obtener un espacio de la llamada sociedad civil, y con objetivos escondidos publicitarios.



El guachaquismo tiene como fin declarado el recuerdo, no el retorno a costumbres ancestrales, a través de la identificación con elementos seleccionados que suenan a la cultura popular urbana santiaguina de los años 50 a 70, y su contraposición al concepto mismo de modernidad. La declaración de principios del movimiento señala: «Elegimos lo último de la sociedad, lo más desacreditado, lo menos rentable, Los Guachacas, como eje de nuestra propuesta cultural, y la Perrera (el lugar donde se mataban los perros callejeros) para realizar nuestras actividades. Y desde ahí empezamos a darle duro a los cuicos» (1) . El guachaquismo pretende, así, identificarse con el «bajo pueblo urbano» y reivindicar su presencia, no sus aspiraciones, frente a una modernidad tecnológica y de consumo que lo desplaza. En el artículo fundacional escrito por Dióscoro Rojas, señala, de hecho, que el factor gatillante que lo llevó a crear este movimiento (bautizado así en honor al Jazz Guachaca de Lalo Parra), fue la decisión gubernamental, en 1997, de sacar del cálculo del IPC a la pana de pollo, e introducir en su lugar el microondas.



Un artículo apologético de este movimiento señala que su intención es el rescate de «manifestaciones propias de la cultura popular urbana de bares, picadas y quintas de recreoÂ… un movimiento que, con humor y creatividad, sale en defensa de la chilenidad farrera y picaresca, aficionada al vino, la conversación, la guitarra y el romance» (2) . Acto seguido, declara que se trata de la defensa de «la honrosa identidad guachaca, que se opone a los ‘cuicos’, al desprecio clasista y a la negación extranjera».



En resumen, en el guachaquismo podemos ver dos vertientes: una, de romanticismo ahistórico de la cultura popular urbana, que busca el rescate de costumbres, modismos lingüísticos y personajes cuidadosamente seleccionados; la otra, de resistencia o negación a los fenómenos invasivos de la modernidad, aunque más bien en torno a ciertas costumbres que al consumo mismo.



El romanticismo es, en mi opinión, la vertiente argumentativa más fuerte. Cuando Dióscoro Rojas trata de explicar qué es un guachaca, termina respondiendo una larga idealización de cómo le gustaría que fuera: «Los guachacas somos de pocas palabras y de mucho sentimientoÂ… somos humildes. Queremos que se tome en cuenta a los humildes, a los que son felices con las cosas simples; con un cielo que podamos ver, un amigo a quien abrazar, una mujer a quien amar, una casita para pintarla cada primavera, unos hijos que educar, una historia que contar y que la vida siga siendo un misterio que se descifra cada díaÂ… somos cariñosos, somos puro sentimiento, nos gusta sentir el romanceÂ… nos gusta canturrearle al oído a las mujeresÂ… hasta cuando hablamos se nos cae la poesíaÂ… somos Republicanos, somos los herederos naturales de la Revolución Francesa, (de los) principios que inspiraron nuestra vida republicana, vida de respeto, de bohemias, de diálogo abierto, sin descalificaciones». La arenga sigue.



Esa larga definición bien recuerda los monólogos libertarios del Cyrano de Rostand, o las nostalgias bucólicas del Quijote en la sierra, pero es esencialmente ahistórica, pues se nutre de una ecléctica colección de características del «ser» chileno que dista mucho de constituir una memoria cultural, ya que no se sustenta ni sobre experiencias ni sobre acontecimientos. La sinceridad con que Rojas construye esa identidad recuerda la firmeza de los autores de la Midcult en términos de creer que lo que están haciendo es algo verdaderamente «culto», en este caso, culto en el sentido de la defensa de una aherrojada e ideológica mezcla de rasgos «nacionales» (3), aunque en mi opinión se acerca más a la intelligenzia mediocre productora de cultura brutal descrita por Shils (4) .



En efecto, la identidad construida por el guachaquismo narra un ser chileno acorralado en un ghetto de espacios sociales específicos (5) donde todo es risa (de sí mismo y de su propia condición) y diversión. La propuesta podría tener algo aceptable, si surgiera efectivamente del «bajo pueblo urbano», pero no es así. Viene, como todo movimiento romántico, de quienes no viven en esos ghettos ni resienten ser parte de ellos, y para quienes el rescate de «la chilenidad farrera y picaresca» significa tener un lugar simpático donde tomar un trago después de las horas de oficina. Ni siquiera en su propuesta republicana, que resulta ser contradictoriamente anti-ciudadana, ya que al convertir al pueblo (como producto de la sociedad de masas) en motivo de burla (desde un palco provisto por la sociedad de consumo) le resta cualquier posibilidad de participación política. El que está en esa condición no sufre, sino que resiste riéndose de sí mismo y, por lo tanto, no necesita: no tiene voz. El pueblo lo pasa bien, es la consigna, se conforma con lo simple, mientras que son los cuicos los «tontos graves».



De ahí se desprende, entonces, la segunda vertiente del guachaquismo, la de la resistencia (6) , aunque se trata de una resistencia simulada, pues no ha logrado constituir, por ejemplo, ninguna iniciativa para impedir el consumo de productos extranjeros. Simulada, además, porque se inserta el movimiento en la lógica ficcional de la identidad nacional donde entra con igual facilidad lo indígena, lo indigente, lo urbano y lo rural, las prendas coreanas de Patronato y la chicha de Curacaví, y donde se desconoce intencionalmente la identificación real del mismo mundo «popular» que buscan reivindicar, basada no en lo simple, sino en la carencia (soy -y vivo- por aquello que me falta).



Los medios masivos han sido capaces de explotar esa lógica con eficiencia y el guachaquismo se ha subido a ello, con actividades como la elección de la «Reina Guachaca» (sin asco por la internet y los medios), donde se nominó a representantes públicas que están en las antípodas de lo marginal, de lo desplazado y, en fin, de lo popular definido como norte por Dióscoro Rojas. Y, así, han convertido -con el consentimiento de sus fundadores, por cierto- al guachaquismo en un movimiento públicamente irónico, donde «nuestra» sociedad, constituida tanto por los románticos como por los «cuicos», tiene la oportunidad de definir, si no lo que somos como chilenos, al menos lo que no somos: borrachos, desdentados, obreros traseripelados. El resto de la sociedad, a través de los medios masivos (que median con sus lenguajes coloquiales), hace algunas concesiones, como admitir que tampoco somos jaguares ni los ingleses de Sudamérica, y la inserción de expresiones conformistas (como el ideal Guachaca) como «es lo que hay». Pero es una concesión retórica.



Y desde ese punto de vista, podría decirse que el guachaquismo se inserta también en la cultura del consumo, al establecerse como un movimiento esencialmente presentista, mediático, sin memoria ni utopía (7) , alimentado de simples juegos lingüísticos basados en la sustitución artificiosa de expresiones por modismos «simpáticos» (el guaripola en vez del líder; el compipa en vez del socio o compañero).



En este proceso, la sociedad, asomada a la vitrina de los medios de comunicación, se ha mirado a sí misma y el reflejo que ha visto es difuso. Puede no saber lo que es, pero -gracias a ejemplos massmediáticos pseudoidentitarios como el guachaquismo- sabe lo que no es, y tiene cierta conciencia de lo que quiere ser.



(1) http://www.guachacas.cl/quienes_somos.htm.



(2)http://www.nuestro.cl/notas/rescate/guachacas1.htm.



(3) MacDonald, Dwight. «Masscult y Midcult», en Industria Cultural y Sociedad de Masas. Caracas, Venezuela, Monte Ávila Editores, 1992, 59-140.



(4) Shils, Edwards. «La Sociedad de Masas y su Cultura», en Industria Cultural y Sociedad de Masas. Caracas, Venezuela, Monte Ávila Editores, 1992, 141-176.



(5) Muy al estilo de los «barrios» señalados por Martín Barbero, aunque la sociabilidad generada en bares y fondas no llega a generar ni remotamente identidades ni calificaciones en torno a un nosotros. Martín Barbero, Jesús. «Modernidad y massmediación en América Latina», en De los Medios a las Mediaciones, México, G.Gili, 1991, pp. 163-269.



(6) Resistencia desde el punto de vista de las reacciones descritas por Hegel (acatamiento, resistencia o huida) frente al derecho. Hegel identifica aquí disposiciones psicológicas que hoy son motivo de estudios en torno a los comportamientos de los consumidores. Hegel, G.W. Friedrich. Principios de la Filosofía del Derecho o Derecho Natural y Ciencia Política. Barcelona – España, Editorial EDHASA, 1988, 318-350.





(7) Cuadra, Alvaro, La Postmodernidad: Hacia Nuevas Lógicas de la Cultura, Santiago, Universidad Arcis, 1998, p. 5.




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Alvaro Medina J. Periodista. Magíster en Administración y Dirección de Empresas. Magíster (c) en Ciencias Sociales




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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