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La corruptela y la ética política


Es imposible no establecer el vínculo entre la esencia misma del régimen político posdictadura en Chile —su sistema de elección binominal como instrumento de legitimación de las elites en el ejercicio del poder dentro de las instituciones del Estado— con la seguidilla de casos de corrupción política.



Se desprende de lo dicho por el senador Guido Girardi, en el marco del uso ilícito de fondos públicos de Chiledeportes, que los protagonistas principales del clima de afrenta a la ley y a la ética pública son «todos» los políticos. En otros términos, los casos de corrupción son producto de un fenómeno de responsabilidad compartida por los operadores de la transición pactada que actúan en el escenario nacional desde los noventa. Confesión cuyo mérito reside en emanar de un actor que conoce bien la red neuronal del aparato del Estado (*).



El sistema político institucional democrático de baja intensidad y de exclusión de las mayorías ciudadanas que se impuso en Chile para beneficio de los intereses políticos y económicos de los sectores dominantes, es un terreno fértil para la distribución consensuada de privilegios y prebendas con su secuela de prácticas clientelistas, tráfico de influencias, conflictos de intereses y rituales antidemocráticos del «lobbysmo».



Cabe señalar que se está lejos del funcionamiento óptimo y «moderno» de las instituciones democráticas publicitado por la presidencia de Lagos.



La realidad relata más bien lo contrario: el espacio de sombras de las instituciones posdictatoriales ha sido naturalmente ocupado por un círculo de personal técnico restringido que gravita en torno a los organismos estatales. Así es como se privatiza la política. El grupo de operadores — escogidos a dedo por el político oficial (ésta es la punta del Iceberg)- penetra las instituciones republicanas, actúa sin el control de la base de los partidos (desprovistos de vida interna) y genera intereses privados y en muchos casos nepotismos, que están a leguas del Bien Público. Se consolida una suerte de lógica de camarillas y lealtades a caciques carismáticos donde el dinero es «le nerf de la guerre«.



Se está frente a un neopopulismo-liberal coherente con el modelo de capitalismo ideado por los tecnócratas de la dictadura y facilitado por la crisis de los partidos socialdemócratas convertidos en cascarones vacíos (los cuales sólo atinan a «corregir» el modelo y a «redistribuir» a regañadientes bajo la presión de la amenaza de conflictividad social producto de las desigualdades).



La Democracia acusa el golpe de la falta de participación ciudadana y sufre de la ausencia de canales de formación de la voluntad popular y de debates informados donde se confronten tesis argumentadas y proyectos elaborados. El Espacio público está sitiado por el dispositivo mediático oligopólico y sucumbe fácilmente a la lógica de la política espectáculo al focalizar en el aspecto delictivo y sensacionalista. Por lo cual termina siempre evacuando la riqueza política y dialéctica del debate de fondo y de la confrontación de ideas, creando esa impresión de retorno perenne de lo mismo.



La falta de control democrático de las instituciones políticas chilenas genera un fenómeno de autonomización y de alienación de la esfera política, de divorcio con la ciudadanía y sus expectativas. La democracia se convierte en rehén de grupos que administran los intereses de las cúpulas partidarias y de los contubernios entre las elites concertacionistas y aliancistas.



En el estricto plano republicano la situación dista mucho de ser el modelo de vigilancia y contrapesos entre las instituciones que les garantice a los ciudadanos imputabilidad, verificaciones, información pertinente, control y transparencia.



¿Cuál es la solución? Las elites sistémicas recurrirán espontáneamente a la fórmula de los reacomodos y de reingeniería constitucional. Además de murmurar como un ‘mantra’ la sempiterna cantinela: «Nadie está por encima de la ley» (obvio, es lo menos que se puede esperar). Algunos dirán que en todas las democracias liberales sucede lo mismo, por lo tanto, sólo queda armarse de paciencia Â…. y esperar después de ésta, la próxima racha de corrupción.



Pero la verdadera solución es democrática y radical. Ella apunta a la raíz del problema. Se trata de correr el riesgo de más democracia, de abrir ingeniosamente las instituciones a la energía participativa de los ciudadanos.



En lo inmediato, habría que reponer en la agenda pública la democratización del régimen político; empezando por plebiscitar el sistema proporcional de elección al Congreso. Para que así puedan elegirse representantes probos con mandatos claros de los movimientos sociales para que breguen por los intereses de las mayorías asalariadas. En esta hora de desafíos actuales e inminentes se necesitan hombres y mujeres portadores de un proyecto de transformación y ruptura democrática con el modelo neoliberal y con la institucionalidad de un Estado de derecho anómalo.



Las tareas dictadas por la exigencia democrática son imposibles sin una izquierda que emerja de un proceso democrático de refundación, unida, amplia y plural; ligada a las luchas y reivindicaciones sindicales, estudiantiles, de género, de los pueblos autóctonos y ambientalistas.



Allí donde la moral individualista y neoliberal ve un problema delictivo e ilícito, la emergencia de una nueva ética política basada en el accionar colectivo y solidario plantea la necesidad de transformar las instituciones, la política y la economía para que respondan a los valores sociales y a las aspiraciones de las mayorías ciudadanas.



(*) Ver Reportajes de El Mercurio, domingo 5 de noviembre.



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Leopoldo Lavín Mujica. Profesor del Departamento de Filosofía del Collčge de Limoilou, Quebec, Canadá.




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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