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La Europa xenofóbica, el lado B


Un fantasma recorre Europa, el espectro del fascismo. Recientes elecciones y encuestas de opinión, muestran que partidos de ultraderecha están logrando el respaldo de entre un décimo y un quinto del electorado, en Austria, Bélgica, Bulgaria, República Checa, Dinamarca, Francia, Holanda, Hungría y Rumania, y forman parte de las coaliciones de gobierno en Eslovaquia y Polonia, por mencionar sólo los que han aparecido en la prensa en las últimas semanas. En la propia Alemania, los neonazis han logrado acceder a parlamentos locales, o tienen todas las trazas de lograrlo, entre otros en la región noreste de donde procede la Canciller Angela Merkel y que fueron en el pasado una plaza fuerte nazi – allí han abandonado la imagen de cabezas rapadas y se presentan como respetables vecinos de cuello y corbata.



La demencia de todos estos grupos es bien evidente, como siempre. Los ultranacionalistas eslovacos, que siguen a un tal Slota, tienen entre ojos a la minoría húngara – recientemente, matones atacaron a una muchacha de ese origen, lo que provocó serias tensiones entre los gobiernos, y enfrentamientos en estadios durante partidos de fútbol entre ambos países. Al mismo tiempo, el líder del derechista Fidez de Hungría, apellidado Orban, anda exhibiendo en su automóvil un mapa de la ‘Gran Hungría,’ cuyas fronteras hasta fines de la Primera Guerra Mundial abarcaban Eslovaquia casi completa -aparte de grandes zonas de Rumania, Ucrania, Croacia, Eslovenia y Serbia, donde viven importantes minorías húngaras, a las cuales se dirige explícitamente en todos sus discursos. Otro tanto hace el líder ultraderechista rumano, de apellido Vadim, partidario a su vez de la ‘Gran Rumanía,’ que así se llama su partido.



La disolución de Yugoslavia, y las espantosas guerras, genocidios y «limpiezas étnicas,» que allí ocurrieron hace menos de diez años, demuestra que cuando se desatan, pueden irse rápidamente a las manos. Todos son xenófobos, odian a las minorías, los inmigrantes en general y especialmente los de piel obscura, a los gitanos, turcos, árabes, negros, musulmanes, y llegan al antisemitismo desembozado en muchos casos, como un tal Siderov, líder de la ultraderecha de Bulgaria, que acaba de pasar a la segunda vuelta presidencial, donde obtuvo 22% de los votos. En Hungría, los manifestantes ultraderechistas rayan las calles por estos días con consignas antisemitas, y distribuyen un listado de personalidades judías, en el cual incluyen su dirección, correo electrónico y número telefónico.



Los ultraderechistas son minoría, la mayoría los rechaza. Sin embargo, algunas de sus consignas empiezan a extenderse en la opinión pública más moderada, y políticos de derecha, centro, y aún de izquierda se hacen eco de ellas, a veces muy a su pesar. El caso más claro es el de los inmigrantes. Europa tiene actualmente una tasa de natalidad promedio de 1.4 hijos por mujer, lo cual significa que las poblaciones autóctonas se están reduciendo -sólo para mantenerse, evidentemente se requieren más de dos. La economía los necesita con mucho mayor urgencia todavía, y de hecho su aporte al incremento del PIB es significativo en los países principales -para qué decir lo que representan en todos los oficios más desagradables, riesgosos y mal pagados, los que realizan casi por entero. El continente brama por inmigrantes como un ciervo sediento por agua. El problema es que los europeos no parecen dispuestos a recibirlos de la única forma civilizada posible, que es en base a derechos ciudadanos iguales.



Los inmigrantes representan actualmente porcentajes bajísimos de la población europea. En los países donde son más numerosos, fluctúan apenas entre un 5% y un 8% de la población, alcanzando un 10% en Alemania, que es el país con más inmigrantes en el continente. En los así llamados países de la «Nueva Europa» simplemente no se ven inmigrantes, al revés, búlgaros, eslovacos, polacos, rumanos, serbios y otros, son ellos mismos inmigrantes, muy mal mirados por cierto, más al oeste. Las recientes oleadas de inmigrantes africanos que llegan a diario en «pateras» a las playas de España e Italia, han alcanzado en el momento más alto un ritmo de 200,000 por año. Eso constituye un porcentaje ínfimo de las poblaciones de los países mencionados, inferior a la mitad de un uno por ciento de la población de España.



Cabe recordar que Argentina, por ejemplo, a principios del siglo XX recibía 500.000 inmigrantes por año, en su abrumadora mayoría provenientes de Europa, y especialmente de España -y no eran precisamente académicos o profesionales. En ese momento, la población del país bordeaba los cuatro millones de habitantes, es decir, el flujo de inmigrantes representaba nada menos que una cuarta parte de la población total Ä„por año! Como es bien sabido, lejos de representar una catástrofe, dicha ola dio origen a Buenos Aires y Montevideo, que durante décadas fueron los únicos faros de modernidad en Sudamérica. Otro tanto ocurría al mismo tiempo en Norteamérica, Australia y Nueva Zelanda, con los resultados conocidos.



En otras palabras, la completa irracionalidad de la fobia de los europeos contra los inmigrantes es a todas luces evidente. En este sentido, no se diferencia en nada de la fobia antisemita secular en este continente – a nadie se le ocurriría argumentar con seriedad que los judíos representaron nunca un problema para las sociedades que los persiguieron, muy por el contrario, su aporte siempre fue extraordinario en todos los ámbitos.

En las últimas semanas, se han iniciado expulsiones masivas de inmigrantes en Francia, y aprobado restricciones a la inmigración en el Reino Unido y España, entre otros países – en los dos últimos países, gobiernos laborista y socialista, respectivamente, llegaron al extremo de restringir la inmigración proveniente de Bulgaria y Rumania, que en enero próximo acceden a la Unión Europea. Varios países han endurecido al extremo sus legislaciones al respecto, entre ellos Suiza, que en un plebiscito acaba de aprobar por abrumadora mayoría modificaciones que hacen prácticamente imposible acceder a esa nacionalidad, mientras Holanda y Dinamarca desde hace tiempo han impuesto exigencias de dominio del idioma y la cultura, que constituyen asimismo barreras prácticamente infranqueables.



La guinda de esta torta la pusieron recientemente Jack Straw y Tony Blair, políticos «progresistas» que se pronunciaron en contra que las mujeres musulmanas usaran velo -no ya para asistir a clases en colegios donde se usa uniforme, como en Francia, sino en cualquier lugar público. Otros políticos del ‘establishment’ han propuesto formalmente otorgar a los inmigrantes un carné, en el cual se vayan agregando y descontando puntos, según sea bueno o malo el comportamiento del portador -como se usa ahora con los carné de chofer en España. ¿Cuánto falta para que a alguien se le ocurra obligarlos a llevar el carné en la solapa?



Europa fue pionera en la modernidad. El Renacimiento, el Absolutismo, la Ilustración, la Revolución Francesa, la Filosofía Alemana, la Revolución Industrial, la ingeniería, la ciencia, la economía clásica y el marxismo, la literatura, la música, la pintura, la escultura, la arquitectura, las artes, la lista es infinita; fueron todas casi exclusivamente europeas, durante algunos siglos. Especialmente, produjeron un siglo XIX sensacional, progresista, simpático, como dice Eric Hobsbawm. Sin embargo, el siglo XX de las grandes catástrofes fue también un producto genuinamente Europeo. Apareció allí su lado «B», su barbarismo secular, apenas cubierto por la delgada capa de su maravillosa y temprana modernidad. Hoy día, ese barbarismo vuelve a estar presente, en el feo rostro de la ultraderecha que resurge, y de una masa atemorizada que se deja seducir por sus respuestas irracionales, agresivas y brutales, ante un mundo que les resulta cada vez más amenazante.



Los europeos deberían estar tranquilos. Lo único que está ocurriendo allí afuera es lo que ocurrió acá adentro hace un par de siglos, y eso no debería asustar a nadie. El mundo no se va acabar porque deja de ser campesino, no se acabó cuando ello ocurrió adentro, tampoco se va a acabar afuera. Se puede lograr de un modo más o menos ordenado y compasivo, además, en la medida que se fortalezcan las instituciones democráticas, en la medida que se contenga la locura neoliberal que pretende dejar todo a merced de los mercados.



Los chilenos sabemos bien que el fascismo corriente no entiende de razones. No se le puede entregar la calle. No se los puede apaciguar. No hay contemplación posible. Hoy por hoy son minoría, pero están mostrando las orejas. Cuando ello ocurre, todas las otras cuestiones deben pasar a segundo plano, todos los asuntos menores que dividen, enfrentan y paralizan, a las personas sensatas deben dejarse de lado, antes que sea demasiado tarde. Hay que unir y galvanizar a la mayoría y reprimirlos sin piedad. Sólo hay dos maneras de enfrentar esta amenaza, o se los reprime por ley, o se los reprime a palos. Lo primero es lo civilizado, y es lo que hay que intentar en primer lugar, es lo que están haciendo los antifascistas y demócratas en Europa, que conocen de memoria, mejor que nadie, lo que estos tipos se traen, y saben lo que hay que hacer.



Hace exactamente 70 años, el 4 de octubre de 1936, Sir Oswald Mosley, führer del partido nazi británico, ordenó a sus hordas marchar con camisas negras y paso de ganso a través del East End, el barrio popular londinense. Por si las moscas, se aseguró que miles de policías precedieran el desfile, con garrotes. Un oído amigo en la policía avisó a los del East End que la marcha iba a atravesar por Cable Street. A la hora indicada, cientos de miles de gentes sencillas, laboristas, comunistas, liberales, judíos, sindicalistas, trabajadores del puerto, mujeres, jóvenes, viejos, prostitutas, rateros, todos ellos convergieron a Cable Street, levantaron barricadas y enfrentaron a policías y facciosos. Al grito de Ä„No Pasarán! les sacaron la cresta. Los corretearon hasta Mayfair y nunca más salieron a la calle. Ellos representaron la mejor cara de Europa.



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Lázaro Ludovico Zamenhof. Analista internacional




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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