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Buenas prácticas, un desafío transversal


La necesidad de generar una nueva forma de hacer política y de gestionar el Estado se extiende en nuestro país, al menos en los sectores medios más conscientes e informados, que se sienten desencantados con las malas prácticas que se han implantado en Chile, en diversos ámbitos y épocas. La percepción ciudadana de desconfianza en las instituciones es de alto riesgo, porque va haciendo perder legitimidad al sistema democrático, lo cual deja pie a reminiscencias autoritarias o anarquistas, que pueden llevar a impredecibles explosiones sociales.



Como reacción a la realidad de malas prácticas, que repulsa a la ciudadanía, comienzan a generarse movimientos que se alejan de la lógica de izquierdas y derechas, cruzando las tiendas partidarias históricas y que tienen como comunes denominadores valores de ética pública que procuran buenas prácticas en el quehacer público y privado.



Entre esos principios se destaca la necesidad de que los propios partidos políticos se saneen de sus estilos clientelistas y caudillistas, caminando a una democratización interna que ponga fin a los estilos «instrumentales» que dan espacio para todo tipo de acciones «pragmáticas» como el secretismo y las «operaciones políticas» de financiamiento de campañas. Complementariamente, a quienes detenten cargos de autoridad y de dirección pública, se les debe exigir responsabilidad y rendición de cuentas. Otro aspecto es el acceso a la información y el término del secretismo.



Consecuentemente, todos los actos públicos deben realizarse con transparencia. Del mismo modo, la actuación de cualquier servidor público debe enmarcarse en los principios y reglas de probidad que están por demás fijadas en la normativa vigente, y, finalmente, debe abrirse espacios a la participación ciudadana para que fiscalice con potestad el funcionamiento del Estado, en defensa del bien colectivo.



En medio de un clima enrarecido por acusaciones cruzadas al interior de la clase política que ha tolerado situaciones impropias o ilegales, sectores conscientes de la sociedad chilena están tratando de sumar redes de coordinación transversal, asumiendo que los problemas de corrupción en Chile son un tema de Estado y que Chile se encuentra en un momento de inflexión, en donde las alternativas son caer en la trampa de tapar las malas prácticas o plantear un borrón y cuenta nueva con cambios de fondo al sistema político representativo y a la modernización del Estado.



La primera opción profundizaría el relativismo ético en que se han incubado las acciones corruptas y se traduciría en cerrar mediáticamente los episodios que han trascendido, apostando a la mala memoria de la opinión pública y a la capacidad de los medios oficiales para distraer la atención de la opinión pública. Este camino llevará a una discusión bizantina entre el gobierno y la oposición, sin arribar a nada, salvo el común interés de dejar todo discretamente sumido en un manto de olvido o saturación.



La segunda alternativa es que la Presidenta Michelle Bachelet decida una cirugía mayor, asumiendo los costos políticos del esfuerzo, marcando un antes y un después, aunque con ello lesione intereses corporativos de la coalición gobernante, incluso al límite de que debiesen redefinirse los liderazgos y generar un gran recambio al interior de los actuales partidos que la integran. Lo cual sólo podría llevarse a cabo y legitimarse, con la inclusión de una ciudadanía organizada en esa toma de decisiones.



El gran problema de empujar la responsabilidad en la gestión pública (accountability) y una supervisión ciudadana de los actos públicos, es que el grueso de la clase política se resiste a ser fiscalizada por la ciudadanía organizada o por organismos independientes como lo serían los Ombudsman o Defensores Ciudadanos, en los diversos ámbitos del quehacer económico en que ellos pueden tener presencia.



La toma de conciencia de que estamos al borde un abismo, ha generado una discusión social que ya no pasa por la simplificación electoralista de izquierdas, centros o derechas, sino, fundamentalmente, por la necesidad de repensar el Estado, dotarlo de potestades suficientes como para marcar un camino de desarrollo, exigiendo responsabilidades y rendiciones de cuentas a las autoridades del gobierno de turno y a los representantes populares en el ámbito legislativo, regional y comunal. Todo lo cual significa la sentida aspiración de migrar desde la seudo democracia representativa a una democracia participativa, en donde la sociedad civil junto al Estado organizan sistemas de toma de decisiones con transparencia, pensando en las generaciones futuras y procurando la equidad.



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Hernán Narbona Véliz. Analista político.
periodismo.probidad@gmail.com


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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