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Píldora, religión y real adherencia


La Corte de Apelaciones acaba de rechazar el recurso de protección que un grupo de padres y alcaldes interpusieron contra el Ministerio de Salud. Con ese recurso perseguían dejar sin efecto la orden de ese ministerio que autorizaba la entrega de la píldora del día después a niñas de 14 años (y a mujeres, en general). Yo diría que estos padres y alcaldes, así como los sectores religiosos que se oponen a la píldora, deberían estar realmente agradecidos de la inmensa oportunidad que les entrega la Corte. Todos ellos podrán, ahora, seguir la batalla por lograr que quienes se dicen católicos, lo hagan, realmente, porque lo sienten. Es que en democracia hay pocas cosas que le son tan ajenas como el querer imponer ideas. Pero en religión no hay nada peor que tener un séquito de hombres y mujeres que siguen los dictámenes de la Iglesia sin reflexión. Grupos de sujetos que repiten sus enseñanzas como dogmas muertos; como verdades heredadas que, cuando son puestas en duda, justamente porque las repiten sin real adherencia, no saben cómo defender.



Estas ideas no son mías, sino de John Stuart Mill. Mill se preocupó porque no existiera una limitación injustificada de las ideas, las cuales, estaba consciente, nos llevan a actuar. Pero también mostró preocupación porque las ideas a las cuales las personas adhieren y defienden, sean ideas con las cuales en verdad se identifican. Por convicción; no por comodidad. Por búsqueda y deliberación, no por repetición.



Mucho antes, John Milton (en 1644) también se había preocupado de este problema. Milton, quien creía en la existencia de una verdad última y universal, también pensaba que la libertad de prensa permitiría despertar la virtud del alma. Permitiría que las personas colocáramos en juego nuestra «luz interna». Esa luz interna que, de no ser estimulada constantemente, transforma las verdades en una «fangosa piscina de conformismo y tradición».



El valor de la libertad de expresión radica en que las ideas—y actos—que ponen en jaque nuestras propias ideas, nos hacen reflexionar sobre los fundamentos de nuestras razones. Y nos permiten no olvidar porqué actuamos y creemos como actuamos y creemos.



Suprimiendo ideas, o imponiendo otras, se corren riesgos. Se corre el riesgo que hoy toma la Iglesia y los sectores que se oponen a la píldora, de encontrar en quienes aparecen como sus adherentes—según señalaba Milton—a una masa forzada de sujetos unidos en el exterior, pero internamente divididos en sus mentes. Quizás eso acomoda más a una Iglesia como la Católica. Una Iglesia a la cual le importa más el rito que la verdadera adhesión a los valores que desea propagar. Una Iglesia que prefiere no luchar por lo que identifica como verdadero, sino que hacer parecer sus ideas más bien a supersticiones.



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Domingo Lovera Parmo. Profesor de Derecho. Universidad Diego Portales




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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