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Equidad y transporte urbano


En medio de debates sobre autopistas en superficie o por debajo y la inauguración de un Metro que sólo sube unos pocos puntos de porcentaje la proporción de viajes diarios en ese medio, Transantiago, el eterno postergado, se perfila como un modo de transporte de segunda, tercera y última clase para nosotros, los atribulados ciudadanos. Su fracaso nos daña a todos, puesto que implica una ciudad donde prima cada vez menos la vida, y cada vez más el acero y las velocidades mortíferas.



Con sus pocos asientos y un diseño (como el Metro) cuyo objetivo principal es comprimir la máxima cantidad de gente en un espacio mínimo, nuestro pobre Transantiago contrasta dramáticamente con el modelo original, Transmilenio, en Bogotá. Todavía recordamos el orgullo de sus creadores, comentando la calidad de los asientos, «hecho a la medida específica de los bogotanos, para su mayor comodidad».



Tanta obsesión -tantos recursos estatales siguiendo los estímulos privados- dedicados a las autopistas, han terminado por opacar el principal objetivo del transporte urbano, que es garantizar que las personas tengan acceso a los bienes de la ciudad.



Un sistema de transporte basado en el uso mayoritario del automóvil inevitablemente quita muchos beneficios vitales a la población, al tener que dedicar el escaso espacio urbano a los automóviles. Esto implica el desvío de recursos, que en ciudades como Bogotá, hoy se dedican a salas cunas, bibliotecas y parques, gracias a la inversión estatal y privada en Transmilenio. Además, ocupan una cantidad enorme de espacio por persona (en Los Ángeles, las calles ocupan 2/3 del espacio físico de la ciudad), para estacionamientos en los puntos de origen, intermedios y de destino, y para movilizarse. Cuarenta personas en un bus, a pie o bicicleta ocupan poquísimo espacio, mientras que en auto requieren cuadras de infraestructura urbana carísima.



Para construir la igualdad, hay que crear sistemas públicos de excelencia, hechos para seducir a todos, incluyendo los más pudientes, a bajar de sus cápsulas de acero y gozar en igualdad de condiciones con personas de otras clases sociales y realidades. Para eso, las autoridades que diseñan los sistemas deberían ser también usuarios, situación opuesta a la que sucede hoy en día. El transporte urbano se ha privatizado y segmentado, y seguirá así, si no se arregla el Transantiago.



Tenemos que trabajar el sistema de transporte urbano como una malla integrada y esto significa garantizar espacios para la caminata, la bicicleta, el bus, el Metro y el tren, fluidamente, sin los obstáculos que hoy se presentan, que no son más que una discriminación entre los diferentes medios de moverse. Hoy no es posible acercarse al Metro en bicicleta o – como se hace en prácticamente todos los Metros del mundo – llevar la bicicleta en un vagón de tren, por lo menos en un horario non-peak. En los metros de Toronto, Nueva York, París, lo que más llama la atención es la cantidad de personas que aprovechan su viaje diario leyendo. Pero nada de eso ocurre en los vagones atochados en su versión chabacana que nos transportan a diario en Santiago.



Los que viajamos en otros modos que el automóvil aportamos al bien de la ciudad ¿Por qué, entonces, esta discriminación cotidiana y brutal?



Sólo un Transantiago de excelencia, que deja un espacio menor a los autos y permita que los usuarios del transporte público vuelen a sus destinos por vías segregadas, librará espacios y recursos para la vida ciudadana, para que jueguen los niños y convivan los adultos. Sólo así, podremos tener una ciudad integral, justa en lo social y amable, sin exclusiones, en un plazo mínimo, contado no en generaciones, sino en años.



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Lake Sagaris y Pablo Hewstone. Grupo Equidad, socios de Fundación AVINA

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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