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Noche de Walpurgis con La Dama de Shanghai


Margarita, está linda la mar,
y el viento,
lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar;
tu acento:
Margarita, te voy a contar
un cuento:
(De Rubén Darío para M. Debayle)








El caso es que nunca se sabe cuánta verdad o cuánta fantasía llevan los cuentos. Como éste que sucedió en Montreal, una tarde de otoño, cuando todavía las hojas de los arces se agitaban jacarandosas vestidas de fiesta. Contaré lo sucedido tal cual ocurrió, ojalÅ• con precisión de bisturí. Tres somos los testigos. Dos insignes profesores universitarios y la saltimbanqui enamorada del Manifiesto de Alphonse Bellegarrigue, que escribe estas líneas. Los tres de continentes distintos. Los tres amigos. Dos de ellos rotundamente agnósticos, materialistas dialécticos, brillantes en profundidad. Les llamaremos Ginger and Fred en honor a la relación tan peculiar que mantuvieron entre ellos y al danzante recuerdo que dejaron en mí. Vivíamos la bohemia un día sí y otro también, nos reíamos mucho, nos reíamos de nuestra sombra. Ginger and Fred siempre estaban en primera fila en mis estrenos y yo no perdía una sola de sus apasionantes ponencias. O clases magistrales.



Ginger era una mujer de amores insospechados, de sonrisa pícara y rostro interesante. Además los años de cigarrillo en ristre y humo en pecho, le habían dejado una voz pastosa irresistible. Nos llamábamos por el apellido y hablábamos todos los días como si la rotación de la Tierra alrededor de su eje, dependiera de nuestros rocambolescos deseos… Arreglábamos los entuertos mundiales y nos contábamos todo. O casi todo. Casi, porque una mujer sin secretos es una mujer desnuda.



Fred, era un tipo elegante de espíritu y elegante de forma, y elegante de todo. Su lengua materna no era el español y hablaba con la misma rigurosidad de la quintaesencia de Engels que de la última réplica de Vivian Leigh en El Tranvía llamado Deseo, cuando totalmente destruida Blanche Dubois murmura «Â… siempre he dependido de la buena voluntad de los extrañosÂ…»



Vivía solo. Como Ginger.



Fred me quería un montón y solía informarme de cualquier evento artístico interesante en Montreal.



Pero aquél imborrable domingo de octubre, en esta historia, hacia las siete y media de la tarde le llamé yo para comentarle que a las ocho PBS tenía un programa especial de teatro y que estaba anunciada la obra de Miller, Death of a Salesman, con John Malkovich y Dustin Hoffman en los roles protagónicos. Sabía que le iba a encantar. Pero él no contestó. En su lugar respondió mi llamada una mujer. Con prisa, un tanto airada, dijo que Fred había salido y que no volvería hasta las once de la noche.



Seguramente se trataba de alguien muy mayor por la voz, con acento extranjero pero hablando un francés culto, perfecto. Y cuando quise explicarle el porqué de tanta premura, me llamo por mi nombre y dijo textualmente:



-Sé bien quién eres y repito que Fred no está, que ha ido a ver La Dame de Shanghai, a la Universidad Concordia y que no regresará hasta las 11 de la noche- casi enfadada.



Nada más.



Me despedí rápido, deseando terminar la conversación.



No habrían pasado ni tres minutos cuando llamó Ginger diciendo que había tratado de charlar un rato con Fred, que no le había encontrado pero que le había dejado un mensaje en el respondedor.



-Qué raro -le dije- acabo de hablar con una pelma que está en su casa contestando el teléfono.

Ginger se rió y me dijo que eso era imposible y que seguramente con mi proverbial despiste, habría marcado otro número.



Para tu información -le dije- Fred está en estos momentos en el cine de Arte y Ensayo de la Universidad Concordia viendo un ciclo de Orson Welles, concretamente La Dama de Shanghai y regresará a las once. Eso lo sé porque me lo ha dicho precisamente la mujer que está guardando su casa ahora mismo.



Muy mosqueada colgó y al rato me volvió a llamar diciendo que le había dejado otro mensaje en el respondedor. Ni rastro de la mujer que habló conmigo. Muy raro, pensé. Y de repente no quise pensar más.



De susto en sobresalto me puse a ver »La muerte de un viajante».



Hacia las doce menos cuarto de la noche sonó el teléfono en mi casa, hora destemplada de por sí. Era Fred.



Era Fred, seco, serio, incrédulo, notoriamente alterado, exigiendo más que preguntando, que le contara mi conversación con esa mujer que según Ginger, me habría informado de sus ires y venires aquel domingo con tanta exactitud.

-Zabala -apostrofó-, soy ateo, soy marxista. No sé a qué estás jugando, pero no me hace gracia. He salido de mi casa esta tarde y he bajado por el Boulevard St. Laurent hacia La Cinemateca Quebecoise. A mitad de camino en la vitrina de un depanneur he visto que en la Universidad Concordia daban La Dama de Shanghai dentro de un ciclo dedicado a Orson Welles y en ese momento he decidido cambiar de rumbo rápidamente para llegar a la función de las nueve. Pero estaba solo, no he hablado con nadie ni antes ni después. Ni en ningún momento. Nadie podría haber adivinado donde iba cuando ni yo mismo lo sabía. Nadie.



Al salir de casa he dejado el contestador conectado y he encontrado dos mensajes de Ginger a mi regreso. Ninguno tuyo. Entonces, con quién has hablado tú. Con quién has hablado tú. No me dejaba tranquila. Una y mil veces me lo preguntó y otras tantas le repetí la conversación con la desconocida.

De repente, se me erizó la piel, sentí mucho miedo, frío. Colgué. Y descolgué el teléfono; toda la noche.



La casa estaba en silencio y el silencio era palpable. En camisón y descalza me metí en el coche. No me sentía capaz de subir o bajar escaleras, mucho menos de meterme en la cama, ni de dominar el escalofrío de las sombras. Di unas vueltas, no sé cuantas, alrededor del Mont Royal. La ciudad a sus pies iluminada y transparente era un remanso en la quietud de la noche.
Al día siguiente, muy de mañana, Fred nos citó a Ginger y a mí en el Ritz Carlton de la calle Sherbrooke para desayunar. Y para confrontar versiones. En realidad, para vernos por última vez.



En medio de voluptuosos hojaldres y cremosos capuccinos
sacó de su billetera una foto donde tres mujeres ancianas, bellísimas, estaban sentadas una al lado de la otra, en un banco de piedra, pero claramente en otro continente.



-Dime, preguntó Fred ¿quien sin pensarlo dirías que fue tu interlocutora anoche?



Como una sonámbula, le señalé la mujer que estaba en medio, vestida de un azul precioso, de pelo blanco, luminosa.



-Es mi madre -me dijo sin quitarme la vista- pero ha muerto hace cuatro meses. Con ella hablaste anoche.



Y me miraba como si quisiera ver en mi lo que no podía o no quería aceptar ni explicarse. Anonadado.



Se me heló la sangre. Tiritaba. Como ahora, mientras escribo, por primera vez desde entonces, esto que pareciera un cuento.



Muchas veces pienso en La Dama de Shanghai. Y en aquella voz al otro lado del hilo o al otro lado de la vida, una sosegada tarde de otoño.



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Begoña Zabala es actriz y reside en Montreal, P.Q.






  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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