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Seguridad pública, drogas y violencia


El lanzamiento por la Presidenta de la República de la Estrategia Nacional de Seguridad Pública es un importante avance en las políticas públicas que tienen por finalidad última hacer efectivos los derechos ciudadanos, en este caso el derecho a la seguridad. También lo es su institucionalización, al proponer ante Parlamento la creación de la Subsecretaria de Seguridad Pública, como dependencia del Ministerio del Interior, para hacerse cargo de la política y la acción pública para prevenir y controlar el delito, poner a disposición de la justicia y rehabilitar a los delincuentes, así como atender a las víctimas. Aquello hace que se inicie la ejecución del Programa de Gobierno de la Concertación, cuya primera finalidad es «proteger a nuestra gente».



Todas las opiniones están de acuerdo con las metas cuantificables que proponen una disminución del 10% para la victimización y del 9% en las denuncias, objetivos presumiblemente de no difícil logro ya que los hogares victimizados entre el 2003 y el 2005 cayeron en un 11%, del 43% al 38.3%, no obstante la percepción de temor aumentó en igual período en cerca de un 2%.



Sin embargo, en el campo estratégico de la prevención social del delito, en cuyos temas específicos del control del uso de drogas y del empleo de la violencia para la resolución de conflictos, se hacen propuestas que requieren de precisiones y ampliaciones para asegurar la pertinencia y relevancia de ellas en la consecución de la seguridad ciudadana.



Así, la relación que se establece entre esta política criminal y la política de drogas es preocupante, tanto por suponer que la prevención del consumo de drogas entre los jóvenes y el tratamiento y rehabilitación de su consumo entre los imputados y sancionados disminuirán los hechos delictivos, lo cual no reposa en ninguna evidencia científica, así como por mantener a la política e institucionalidad para la prevención y control de drogas criminalizada en el Ministerio del Interior.



Insistir en mantener el asunto de las drogas en el campo de la política criminal es arriesgarnos al callejón sin salida en el cual se encuentra los Estados Unidos de América, donde ha disminuido la delincuencia -no se sabe muy bien por qué – sin que haya disminuido el consumo de drogas.



En cambio, nos estamos negando a recoger las buenas prácticas de los países europeos para quienes el asunto de drogas es eminentemente sanitario y social, no criminal. Además, Estados Unidos al imponer su política criminal de prevención y control de drogas a la comunidad internacional mediante las Naciones Unidas, ha conducido a toda la humanidad a un callejón sin salida de corrupción y violencia -«la guerra de las drogas»- que causa varias veces más victimas que las drogas mismas, excepto en la Unión Europea y otros países desarrollados no europeos, como Australia, Canadá y Nueva Zelanda, que paulatinamente se han ido absteniendo de asumir o mantener el control penal a la provisión y consumo de drogas.



En esos países no se condiciona el tratamiento a los usuarios problemáticos de drogas a la abstinencia y se les proporciona drogas bajo control médico a quienes la necesitan para evitar que, con la finalidad de procurarse recursos para adquirirlas, se dediquen al pequeño tráfico o se prostituyan con tal finalidad. A los usuarios no problemáticos se le ofrecen recomendaciones para evitar las consecuencias adversas de sus consumos. Esta es la política de reducción de daños y gestión de riesgos para tratar de manera integral el asunto de las drogas.



En Chile, la experiencia piloto de las cortes de drogas muestra resultados magros ya que de 18 casos en los cuales se condicionó a imputados por pequeños delitos la suspensión condicional del procedimiento penal, a cambio de someterse a un tratamiento para el consumo condicionado a la abstinencia de las drogas, sólo en dos casos se logró la meta de la abstinencia, el 10%.



Aquí el error evaluativo está en medir el control al consumo de drogas y no medir el control a la conducta delictiva, que es lo que le preocupa a la sociedad. Una política criminal que tenga por supuesto al consumo de drogas como la principal causa de las conductas delictivas es errónea porque: primero, no distingue entre el uso no problemático y problemático de drogas, aquellos son la mayoría con un 5% de la población y éstos el 1% de la misma; segundo, se niega a aceptar la posibilidad y eficiencia de tratamientos que no se condicionen a la abstinencia sino que al autocontrol del consumo abusivo y de las conductas inaceptables para la sociedad.



Al querer generalizar en nuestro sistema penal el condicionamiento a las salidas alternativas al proceso penal o a las sanciones privativas de libertad con los tratamientos antidrogas, obligaremos a los usuarios no problemáticos a tratarse de una enfermedad que no padecen y a los usuarios problemáticos, que no quieren o no pueden dejar las drogas, a constantes fracasos que aumentarán sus penurias y las de sus entornos familiares, comunales y sociales, sin que con aquello se logre la meta de disminuir la delincuencia.



En cuanto al asunto de la prevención y control del empleo de la violencia para la resolución de conflictos la Estrategia Nacional de Seguridad Pública, se plantea principalmente prevenir las conductas violentas mediante acciones educativas, de protección de derechos y empleo juvenil, eso es necesario, pero insuficiente, ya que tenemos múltiples indicaciones de la imprevisión y clausura de los sistemas de resolución de conflictos institucionalizados en lo social y lo político.



Cuando afirmamos que el sistema penal es la última ratio de la acción del Estado para resolver conflictos, estamos reconociendo que hay otras modalidades de resolución de conflictos previstos en nuestro sistema político institucional, como son el derecho administrativo y el derecho civil.



Se constata la creciente recurrencia de los ciudadanos a la justicia civil para representar sus derechos, lo cual es conocido como la judicialización de los conflictos de intereses, tal cual está aconteciendo en estos día entre los regantes del Valle del Pupío y la minera Los Pelambres, en la IV Región, por los derechos de aguas, o con la renuencia de las autoridades educativas en el Liceo 1 de niñas de Providencia a ejecutar la orden de no innovar de los tribunales de justicia por la expulsión de las estudiantes que lideraron el pasado paro estudiantil, así como por las constantes denuncias de los vecinos por las autorizaciones municipales de permisos de construcción de dudosa legalidad en beneficios de grandes inmobiliarias que perjudican sus derecho. Estos hechos indican niveles de violencia institucional que son preocupantes, y señalan graves falencias en los sistemas públicos de resolución de conflictos.



Además, en lo social los paros, las huelgas y otras manifestaciones de conflictos protagonizados por mineros, maestros, pescadores, pueblos originarios, etc. se expresan para representar sus intereses en los medios de comunicación y ante la opinión pública, mediante actos de violencia que vulneran las normas de la seguridad pública, donde el caso de la etnia mapuche es el más paradigmático. Ellos también son indicadores de la incapacidad pública de resolver esos conflictos mediante la aplicación del derecho, ése es el Estado de Derecho, y no mediante la mano dura como reclama siempre la derecha y los gremios empresariales.



Una buena muestra de la baja capacidad nacional para resolver conflictos es la situación de violencia que se esta viviendo en el sistema escolar, de la cual rinde cuentas el reciente Estudio Nacional de Violencia en el Ambito Escolar: El 44.7% de los alumnos y el 31,5% de los docentes declaró haber sido agredido, asimismo el 38.1 de aquellos y el 11,5% de éstos declaró haber agredido en el año 2005. Entre los alumnos, el 13.3% padeció violencia física, sin ser comparable pero a modo de referencia la suma de los casos de robo con violencia y lesiones llegó a 3.9% de la población en el mismo año.



Pero, la violencia escolar no es el resultado de la carencia de habilidades sociales por parte de los alumnos y docentes, la violencia no es empleada por que sea una forma de resolución de conflicto más «popular» que las otras formas, como lo son la conversación, la mediación y el arbitraje con sus acuerdos y pactos, las cuales no están institucionalizadas o han sido clausuradas en sus prácticas reales y resultados efectivos.



De la misma manera que los jóvenes no usan el condón porque no sepan para qué sirve, sino porque no está a la mano cuando se lo necesitan, los jóvenes usan de la violencia no por falta de educación o habilidades sociales sino porque carecen sistemas e instituciones escolares para la resolución no violenta de los conflictos con sus autoridades, docentes y compañeros.



Otro rasgo de la insuficiencia de instituciones para la resolución de conflictos fue la demanda inusitada por la resolución de problemas intrafamiliares al iniciar sus actividades los Tribunales de Familia, lo cual es el reflejo de la incapacidad institucional social y política -sistema público – para resolver conflictos de familia, mientras se reconoce que la mitad de las mujeres chilenas han padecido violencia intrafamiliar.



Además, gran parte de los hechos de violencia y delictivos que acontecen en los barrios y poblaciones se deben a la incapacidad de las comunidades para asumir, procesar y resolver los conflictos intracomunitarios entre jóvenes y adultos, hombres y mujeres, locales y afuerinos, etc. por que ellas carecen de habilidades y competencias, no por falta de educación o voluntad para hacerlo sino que por carecer del empoderamiento o atribuciones para realizarlo. Eso solo será resultado de una participación ciudadana deliberativa, resolutiva y vinculante entre las comunidades y las autoridades sobre seguridad pública.



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Ibán de Rementería. Corporación Ciudadanía y Justicia

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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