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El nivel ético del Senado chileno


Hace ya algunos siglos I. Kant y C. Tomassio distinguieron entre la moral y el derecho, asignando a la primera caracteres de autonomía, subjetividad y tolerancia y dejando para el derecho la prescripción de conductas sobre las cuales se puede/debe actuar coercitivamente desde el aparato del Estado. En esta dirección se ha profundizado la dialéctica entre moral y derecho.



Pero ello, como veremos, no puede significar que nuestras instituciones políticas, puedan desenvolverse de manera absolutamente desprovista de ética. Esta última no puede ser concebida como simple artilugio discursivo.



Nuestro sistema político democrático, hasta su colapso en 1973, se percibía por todos los análisis, y particularmente extranjeros, con un alto nivel de desarrollo, propio de un país europeo y muy por sobre nuestra infraestructura económica monoproductora, dependiente y oligarquizada en el agro.



El análisis era certero pues habían partidos políticos histórica y doctrinariamente consistentes, un poder militar subordinado a las instituciones civiles, una preeminencia absoluta de la ley sobre desenvolvimientos fácticos, una clara división de poderes y una sociedad civil consistentemente organizada en la Central Única de Trabajadores y en las entidades empresariales (Sofofa, SNA etc..), y un debate público garantizado por la existencia de medios de comunicación que ocupaban todo el espectro de ideas políticas e intereses sociales.



No se trataba sólo de un sistema institucional, el accionar de este impregnaba la praxis de los actores individuales. Y así, los dirigentes políticos y/o parlamentarios no hacían lucro de su función pública, los fraudes al Estado eran la excepción y se conformaron una serie de valores cotidianos de la más alta significación para la vida pública como por ejemplo el respeto a la verdad como condición básica de la actividad.



La ley no era la única fuente de legitimidad pública y ello queda perfectamente expresado luego del triunfo de Salvador Allende en las presidenciales del 70. Desde un punto de vista estrictamente legal, el Congreso Pleno podía elegir a Alessandri, pero no lo hizo pues la tradición y la legitimidad democrática determinaban designar al que obtuviera más votos aunque fuera mayoría relativa. Es decir, el esqueleto legal tenía carne y sangre de fuentes éticas.



La dictadura militar desquició todo y así se incorporaron a la «vida política» nacional el asesinato, las torturas, el exilio, el robo institucional, que otra cosa no fueron las privatizaciones del estado, la ausencia de un debate público transparente y la voluntad cupular (Junta Militar) por sobre las instituciones, la ley, los poderes contralores del Estado y la opinión pública. No fue una experiencia pequeña, eso se vivió intensamente y por largos 17 años.



La salida de la dictadura militar no fue una irrupción democrática que reinstalara la vieja tradición republicana. Se pactó una salida con una verónica de torero sobre el derecho y una mirada al techo para la ética. El acuerdo resulta evidente: no se revisan las escandalosas privatizaciones, el general Pinochet no será jamás encarcelado, no se mueven los funcionarios de la dictadura del aparato del Estado. A cambio de eso, la Concertación puede gobernar tranquila y su gente entrara al estado por la vía de los honorarios y las contratas. ¿Cuántos?. Yo no te miro, tú no me miras.



Al final del camino las aguas volverían a su cauce normal por devenir histórico.



Se tuvo el decoro de no llamar a esto democracia y se habló de «transición a la democracia». Las situaciones histórico-políticas crean una cultura. Decir la verdad no ha sido el rasgo más sobresaliente de la transición, los eufemismos son su caballo de batalla.



Hoy, cuando estamos en la recta final de la transición, el Senado tiene que responder a una pregunta que trascenderá las fronteras de una u otra coalición, una respuesta que será fundacional en los próximos cien años de la vida pública nacional. El Senado corporativamente tendrá que decir a la opinión pública cuál es su nivel ético.



La pregunta que continúa deviene brutal y clara. ¿Se puede mentir a la opinión pública, y a los propios organismos del Estado al cual se sirve y seguir siendo senador? La renuncia voluntaria habría sido ya planteada en tiempos de la República, pero hoy la transición pactada no define aún sus fronteras éticas.



La fe pública no es cosa pequeña. Los norteamericanos que andan por el mundo sin dios ni ley pero que para sí mismos se reservan una formidable y pulcra democracia consideran la verdad como un valor supremo. Nixon no cayó por estropicios como su intervención en Chile, sino por no decir la verdad. El affaire Clinton/ Levinsky no se hizo «casus» público por la relación en sí misma sino por la negación de su existencia por parte del Presidente.



La fé pública es un bien social que llega a ser protegido incluso por el derecho penal. En el ámbito de lo político y particularmente cuando se trata de tan altas magistraturas como el Senado no resulta razonable que sea indiferente para la corporación que sus miembros puedan decir la verdad o faltar a ella de acuerdo a sus circunstanciales conveniencias.



El Senado chileno hasta ahora no parece hacer cuestión de que sus miembros falten a la verdad al propio Estado al que sirven. Sin embargo, la interrogante está planteada y en algún momento expresa o tácitamente la responderán.



Si el Senado dejara su estatura ética al simple nivel de lo no delictual todos sus derechos especiales, tales como: fuero judicial, honores del cargo, dieta autofijada etc.. no aparecerían ante la opinión pública sino como meros privilegios. Su existencia sólo se puede justificar como contrapeso a sus elevadas responsabilidades ejercidas con una ética superior a la media.



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Roberto Ávila Toledo. Abogado y militante del Partido Socialista




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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