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La ética del arzobispo


Si algo saben y supieron siempre mejor que nadie los prelados de la alta jerarquía de la Iglesia Católica, es que las formas significan mucho y que en política a los gestos y acciones se les suele conferir la carga de símbolos. Cabe pensar, por lo tanto, que cuando el jefe de la Iglesia Católica chilena llegó la semana pasada hasta el Hospital Militar para visitar a Pinochet, sabía perfectamente lo que estaba haciendo. Sabía que su visita, en momentos en que no existía ningún imperativo diplomático para hacerla, iba a ser percibida por muchos de sus fieles como un escarnio, una suerte de aval moral sobre la figura de Pinochet.



Cuando el ex dictador murió, Errázuriz tampoco tenía ninguna obligación diplomática de dirigir él, personalmente, el responso fúnebre en la Escuela Militar. Pero lo hizo. Y a una ceremonia que iba a tener carácter de funeral oficial sólo para el Ejército, por la calidad de ex comandante en jefe de Pinochet, Francisco Javier Errázuriz le dio el respaldo institucional de la principal iglesia del país. Sólo con su comparecencia, el arzobispo hizo que la Iglesia Católica despidiera como jefe de Estado a un individuo procesado en decenas de casos judiciales por brutales violaciones a los derechos humanos, un católico que ni una sola vez en su vida pidió perdón por lo que hizo, un ex gobernante tan corrupto como no lo hubo nunca antes ni después en la historia de Chile, un reo escurridizo dedicado en los últimos años a eludir la cárcel con triquiñuelas humillantes como la demencia.



El purpurado, sin embargo, no llegó sólo hasta allí. Porque en su homilía, con toda la prosopopeya y solemnidad que conlleva un responso fúnebre, no mencionó ni una sola vez la palabra derechos humanos e hizo afirmaciones sencillamente asombrosas. «En esta hora le agradecemos a Dios todas las cualidades que le dio (a Pinochet) y todo el bien que le hizo a nuestra Patria», dijo. «Pedimos que el Señor valore todo lo bueno que hizo (Â…). Sabemos que mientras más alta es la autoridad, más brillan sus cualidades y sus errores. Le pedimos al Señor que tome en cuenta todo el bien que hizo».



¿Todo el bien que hizo? ¿Sería capaz, monseñor, de enumerar punto por punto cuál fue el bien que hizo? Uno puede suponer -si escucha los planteamientos de la propia iglesia- que no está aludiendo al famoso modelo económico (mencionado hasta el hartazgo, como último y único recurso, por quienes defienden su «obra»). ¿Y entonces? El arzobispo no es inocente, conoce el peso de las palabras, y sabe que al hablar de «cualidades y errores» lo que está planteando es un empate, el mismo truco éticamente impresentable de los que hablan de «caídos de lado y lado».



Cuando en 1998 Errázuriz movió cielo, mar y tierra en los pasillos vaticanos para que Pinochet fuera liberado en Londres, cuando llegó a declarar con la barbilla temblando que había que traerlo a Chile «independientemente de si hay más o menos justicia», debió apelar al último recurso, extraer de la manga el comodín final: recordó a los millones de chilenos a quienes la iglesia salvó y defendió durante la propia dictadura. Lo que no dijo el arzobispo, en aquel recordatorio, es que ese trabajo heroico lo hicieron otros pastores, los mismos a los cuales la propia jerarquía vaticana se ha encargado de ir borrando literalmente del mapa. El trabajo colosal que realizó la iglesia en esos años de plomo tuvo centenares de actores, simbolizados en uno principal: Raúl Silva Henríquez. Eso sí: en esa larga lista de mujeres y hombres extraordinarios no figuran ni monseñor Medina ni monseñor Sodano ni monseñor Errázuriz. No es decente ni es cristiano que vengan, ahora, a pasar la cuenta.



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Pablo Azócar. Periodista.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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