Publicidad

La herencia de Augusto Pinochet


Tras la muerte de Augusto Pinochet, es necesario tomar distancia de los apasionamientos que ésta suscitó. Surge entonces la interrogante acerca de la herencia política que dejó tan polémico personaje en la historia de Chile. Por de pronto, lo más obvio es que la Carta Constitucional que nos rige es, en lo grueso, obra de la dictadura militar. Este legado jurídico y político ha sido administrado por gobiernos de la Concertación y fiscalizado por una derecha muy atenta al más mínimo cambio que se ha pretendido introducirle.



Con ocasión de los funerales, el país ha podido advertir hasta qué punto la figura del ex hombre fuerte ha calado en las instituciones castrenses, en particular el Ejercito. Todos sabemos que la actual generación de altos oficiales creció al amparo del gobierno de Pinochet. Si a esto agregamos las instituciones de oficiales en retiro, la mayoría de la clase política perteneciente a cierta derecha, un número significativo de empresarios, los más influyentes medios de comunicación y un número nada despreciable de autoridades eclesiásticas, podemos concluir que la democracia y sus ideales en Chile son más bien precarios.



La muerte del dictador no significa, en absoluto, el ocaso del ideario que él encarnó. La derecha «dura», por darle un nombre, está muy presente en todas y cada una de las instituciones de nuestro país, condicionando de alguna manera los derroteros del futuro. Esto es tan cierto que un triunfo de la derecha en los años venideros no es algo impensable. No seamos ingenuos, el mundo postcomunista y económicamente neoliberal en el que estamos insertos no es propicio al cambio sino proclive al conservadurismo, desde Bush a Ratzinger.



Esto explica muy bien la actual condición de la sociedad chilena, cuyas elites se muestran ultraliberales en lo económico y antiliberales en lo político y en lo cultural. El resultado visible es la administración de sociedades de consumo bajo formas de democracias de baja intensidad, más de consumidores que de ciudadanos. Si a este panorama sumamos un claro deterioro de la coalición gobernante sumida en escándalos de corrupción y carente de un horizonte de sentido histórico, el diagnóstico no podría tomar sino los tintes del pesimismo.



Lo que podemos esperar en los años venideros es más una afirmación del modelo económico y una naturalización del modelo político que una «pinochetización» de la derecha. Por el contrario, todo indica que asistiremos a un «pinochetismo» sin Pinochet, una suerte de trasvestismo político en el cuál se reniega de la siniestra figura del dictador, pero se afirman solapadamente cada una de sus políticas y sus ideales. Salvo algunos nostálgicos irredentos, la derecha inteligente sabe que lo que resta es administrar su triunfo histórico, aún cuando éste pudiera tomar por momentos el rostro de algún demócrata progresista.



La herencia de aquel golpe de septiembre, en cuanto al exterminio y el descabezamiento del movimiento de masas populares en pos de reivindicaciones políticas y económicas y la restitución de un orden de dominio ha sido consolidada y sigue absolutamente vigente. Es más, ella ha sido reivindicada como legítima por algunos temerarios uniformados y secretamente consentida por una amplia mayoría de ellos. En cierto sentido, podríamos afirmar que aquello que gritan sus vehementes seguidores guarda una oscura verdad, en el Chile de hoy, Augusto Pinochet no ha muerto.



_______________________________________________



Alvaro Cuadra. Investigador en Ciencias Sociales.




















  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias