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La imagen del año


El Tata Durmiente yacía maquillado y plácido en su cajón, en una imagen diseñada para acompañar el testamento político que iba a ser revelado pocos días después de su entierro. Pero vino volando un proyectil que distorsionó la mueca de ahogado angelical con que se quiso despedir el «v.c.», como se lo nombró en los muros de Santiago. Fue así como el escupo del nieto del asesinado general Prats echó a perder el último operativo de relaciones públicas del dictador y de su ejército (siempre vendedor). No se pudo limpiar la afrenta. Los fragmentos del salivazo quedaron soldados al ataúd como piedras preciosas, gracias al sol ultravioleta que al mismo tiempo sancochó los despojos del general durante el circo tétrico de sus exequias. Ni el pañuelo del ordenanza ni la banda presidencial pasada a naftalina pudieron borrar la marca del escupitajo.



Ahora que se disipó el humo, se secaron las lágrimas y se acabó la champaña, se puede ver mejor el contexto. Desde la distancia, las pompas fúnebres de Pinochet se ven fantasmagóricas y vulgares, conservando el estilo que la dictadura se inventó en la lejana noche de Chacarillas, en 1977. En esa mini-reproducción criolla del mitin de Nürnberg, el pinochetismo se manifestó a lo mero nazi, con antorchas, brazos levantados y muecas de éxtasis clasista en la boca de los Coloma, los Chadwick, los Longueira. La diferencia es que los funerales de Pinochet no se realizaron a la luz de las antorchas sino bajo un sol primaveral, cegador, casi radioactivo. Fue un mal cálculo, porque el crepúsculo y la noche siempre fueron el habitat natural de la dictadura.



Sin la protección de las sombras, el pinochetaje mostró su cara desnuda, y en ella se vio sensiblería enrabiada más que dolor.
En ese escenario tan bien iluminado, la familia del finado parecía más asustada que condolida, sabiendo que se iba a quedar sola, que iba a llegar la hora sin escoltas ni choferes ni ambulancias a la puerta. Hay que reconocer que los deudos hicieron el esfuerzo de cuadrar con la estética pinochetesca clásica: el rictus de Lucía bajo su sombrilla de zarzuela, el escote asoleado de su bronceada nuera, los lentes oscuros de los hijos, la papada temblorosa de la hija mayor, el ladrido hidrofóbico del nieto al hacer su simulacro de harakiri.



«Ä„Qué buen discurso, oye!» dijo la viuda. Pero cuando escrutó la expresión de la blanca y radiante Ministra de Defensa, a Lucía Hiriart Sin Pinochet se le ensombreció la cara. Momentos después veía pasar el ataúd de su marido, encima de una grotesca cureña tirada por seis jumentos circenses y pensó, al sentir el aroma de las bostas de la caballería, en ese otro nieto, el del general Prats.



La genialidad del escupo es que fue el arma perfecta para desactivar la movida de relaciones públicas y para corroer la estética fúnebre pinochetil. Porque el carnaval, la champaña en las calles, la quema de efigies, las cabezas de chancho, fueron un complemento funcional para la performance del duelo milico. Lo mismo puede decirse del contraste demasiado perfecto entre el traje blanco de Blanlot y el luto riguroso de Lucía. La televisión, que en Chile todavía funciona principalmente en base a conceptos binarios, no se demoró nada en dividir la pantalla y mostrar «las dos caras» que se alimentaban mutuamente: el Hospital Militar y la Plaza Italia, Apoquindo y las grandes Alamedas, el patio Alpatacal y la Plaza de la Constitución, La Dehesa y La Victoria, dando la ilusión de que en ese vaivén desenfrenado cubría el espectro completo de la realidad.



El autor del escupo cáustico rompió esa dicotomía pueril que se presentaba como sucedáneo del análisis, y lo hizo de la manera más simple y efectiva posible: aproximando el cuerpo propio al cuerpo del dictador, limpiando la atmósfera de putrefacción santificada con un acto de valentía física mayor que cualquier acto que Pinochet tuvo en vida. El escupidor no respetó el apartheid y se metió en la boca del lobo, armado sólo con la carga de kriptonita que llevaba en la boca.



Hay imágenes que delatan la presencia de otras imágenes borradas, soslayadas o desaparecidas. Las fotos y los videos de los pañuelos limpiando la cara del dictador muerto indican que debe haber registro de los momentos en que Francisco Cuadrado Prats expectoró lo que por tanto tiempo mantuvo in pectore. Se ha querido dar la ilusión de que los camarógrafos y fotógrafos sólo atinaron a hacer funcionar sus aparatos después de haberse producido el disparo. La ausencia de imágenes del instante del escupitajo delinea los contornos del miedo añejo que el pinochetismo fue capaz de imponer en esos días. No se trata del miedo baladí de un Amaro Gómez-Pablos, por ejemplo, que explicaba lo difícil que era usar la palabra «dictador» para referirse al finado (una dificultad circunscrita a los medios chilenos- ni siquiera CNN dudó en llamarlo dictador). Esos melindres casi cómicos ni siquiera se acercan a la intensidad del temor que surgía al mencionar la escena más importante de los funerales de Pinocho, aquélla que ningún medio se ha atrevido a mostrar: la clara trayectoria del proyectil justiciero y su impacto en la vitrina fúnebre. La mejor imagen del funeral del tirano es una imagen fantasma.



Es una imagen terrorífica, hay que reconocerlo, por algo todos le han hecho el quite, y es más o menos así: una milésima de segundo después de que los labios del nieto de Carlos Prats soltaron la carga biliosa de su desprecio, los ojos de Pinochet se abrieron como dos relámpagos azules. Los cadetes de la guardia creyeron que era el reflejo de un flash fotográfico en el cristal del ataúd, pero se equivocaban. Pinochet contemplaba en ese tiempo relentado (un milagro secreto, diría Borges) cómo el misil líquido y espeso se aproximaba, inexorable, agrandándose con cada centímetro sideral que iba ganando en su caída hacia el blanco. Pinochet supo que se trataba de un misil inteligente, teledirigido, y apretó los párpados antes de que explotara, aunque sabía que un vidrio blindado lo protegía.



Cuando abrió los ojos otra vez, el tiempo había empezado a correr de nuevo. Acababan de sellar el ataúd y se le venía encima la oscuridad, pero alcanzó a distinguir, al hundirse en la penumbra de su incipiente putrefacción, que la marca del escupo sobre el vidrio blindado se polarizaba y formaba la figura de la Virgen del Carmen.



A los ingleses de Latinoamérica a veces no nos queda otra que hacer justicia con flema.



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Roberto Castillo es escritor y académico.




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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