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Andrés Pérez


Cuesta creer que se fue hace ya cinco años. Y más cuesta aceptar que se murió más de pobreza que de Sida. Pero a él siempre le gustó encarar la verdad, así que más vale que se entereÂ… si es que al cielo de los artistas llegan noticias.



Tras su funeral -no lo olvidemos- descubrieron que la cama ocho del Hospital San José tenía una falla en el suministro de oxígeno. Se murieron otros tres de lo mismo que él. No supe si Rosa Ramírez, su mujer, interpuso una querella contra el Estado. De haber logrado una buena indemnización, podría haber financiado varias temporadas del teatro que lo hacía tan feliz. Ese teatro que llevaba funciones gratis a las poblaciones populares y a los pueblos chiquitos de su país.



Es posible. Nada seguro esto de las indemnizaciones. Lo digo porque el Estado se ha puesto muy raro este último tiempo. Me refiero el Estado de una república democrática. Poco después de morir Andrés, a un preso de la Cárcel Pública le diagnosticaron Sida, lo pasó pésimo por seis meses y luego otro examen indicó que estaba más sano que un yogurt. Se querelló por el daño sicológico provocado por el errado diagnóstico y el Consejo de Defensa del Estado argumentó ante los tribunales que Ä„hubo un milagro!… Sí, no es broma. Dijeron que entre su fe religiosa y las agüitas de yerbas, se mejoró. No supe entonces si celebrar que Chile descubrió la cura contra el Sida o si celebrar que el Estado chileno entró en contienda de competencia con el tribunal vaticano que decide sobre santidades y milagros.



Eso por hablar del Sida. Porque a Andrés le caería mal saber de Pinochet. Saber que, cuando se murió, el Estado le hizo reverencias escandalosas. Que el Poder Legislativo hizo un minuto de silencio en su honor. Que el Poder Ejecutivo envió a la ministra de Defensa, en su representación, al funeral. Y que las fuerzas armadas, que dependen del Ejecutivo, se cuadraron ante el ataúd de día y de noche. Y que el Poder Judicial no protestó por tanto honor dispensado al mayor criminal de la historia de Chile. Simplemente anunció que su muerte lo sobreseía de todos los procesos. Y sólo un juez se atrevió a decir que «hubo denegación de justicia». Para rematar el cuadro, el Estado anunció que seguirá dando «seguridad» a su viuda. De seguro que esa plata -de todos los chilenos- permitiría financiar un teatro-circo como el de Andrés.



Raro el Estado. Fui una de miles que firmó una carta pidiendo que la Estación Mapocho llevara su nombre. La Rosa se enojó y con razón. A ella le parecía una mala broma que la cultura establecida se apropiara de su nombre después de darle la espalda. Pero algunos pensamos que era una buena broma que los funcionarios culturales tuvieran que pronunciar su nombre per secula seculorum después de lo que hicieron. No resultó, no aprobaron la petición.



Nunca le conté, porque no quise apenarlo, lo que pasó después que me pidió interceder ante La Moneda para poder seguir trabajando en Matucana 100. Fue una noche después de la última función de «La Huída», luego de abrazarme bañado en sudor. Toqué la puerta de ministros y subsecretarios. Sólo me contestó el entonces subsecretario de la Presidencia, Eduardo Dockendorff. Y de veras estaba apenado cuando me dijo: «Ya es tarde, no hay nada que hacer». Se lo dije a la Rosa. Me dio vergüenza decírselo a Andrés mirándolo a los ojos, porque era «nuestro» gobierno el que cerraba la puerta. Era el gobierno de Lagos el que le quitaba el espacio que él, Rosa y toda la compañía transformó de basural en un centro cultural.



El desencanto y la pena hicieron lo suyo, teniendo material con el que trabajar. El resto lo hizo la cama ocho del Hospital San José, ya que mal podía dar la pelea a una pulmonía sin siquiera contar con oxígeno.



Pero sabiendo que todos nos morimos, cualquiera sea la causa, valga hacer una diferencia clave. Para Andrés, hubo homenajes por las calles. Su ataúd apenas podía moverse entre la multitud que lanzaba flores en señal de agradecimiento por su fértil y generosa vida. A nadie se le pasó por la cabeza que había que esconder el féretro en un helicóptero «por razones de seguridad…»
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Patricia Verdugo. Periodista.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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