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Traigan la cabeza de Sadam


Después del 11 de septiembre de 2001, una vez desalojados del poder los Talibanes en Afganistán, la Presidencia de George W. Bush le ponía precio a la cabeza de Osama Bin Laden.



En los hitos de promover la democracia en los países islámicos y árabes, otras cabezas quedaban pendientes. Una de ellas ha caído recientemente, mediante un procedimiento legal tan viciado al que muchos se refieren como el del «linchamiento de Sadam».



Ocurrió a la usanza de los «westerns» que van directo al grano, protagonizados por ilustres como Randolph Scott, Joel Mac Crea, Glenn Ford, en que se arreglaban juez y alcalde para despachar a un inquilino mañoso, o un ranchero demasiado vehemente. Si hay una escuela de la cual esta administración no ha aprendido es la de la moraleja que se desprende de los gloriosos films de cowboys, que se hicieron precisamente durante la época del macartismo en los años 50. EEUU no puede zafarse del macartismo, una obra de su propia creación, por exceso de paranoia antitotalitaria, transformándose su propia política en una nueva forma de practicar la intolerancia.



Todo este rodar de cabezas hace venir a la memoria el célebre film del mítico Sam Pekinpah, «Tráiganme la Cabeza de Alfredo García», o Bring Me The Head of Alfredo García (1974). Cuestionada en su estreno, después de 10 años de la muerte del maestro de un nuevo estilo de narración, se ha convertido en una pieza de culto.



Vemos el gran salón de una gran hacienda mejicana. Está el patriarca en medio de su gente. Al concluir una oración porque su hija está embarazada «sin aviso», estalla en ira, y grita » ¿Quién es el padre?» El silencio refuerza su enojo. «¿Quién es el padre?» repite. Se escucha un grito de mujer que se desgarra porque dos matones del hacendado la maltratan: » Alfredo García». El patriarca, encarnado por el inolvidable Emilio «Indio» Fernández, masculla una frase: «Y yo que lo crié como si fuera mi propio hijo». Luego lanza la orden: «Un millón de dólares por la cabeza de Alfredo García. Tráiganmela».



Lo que sigue, es el arquetipo de un proceso frenético de rastreo, en aldeas, oficinas de negocios, ciudades, emporios, cabarets, viviendas de familias de trabajo decente. Todo está envuelto por una huella de violencia despiadada e indiscriminada, afectando como una bomba de racimo lo que rodea la búsqueda. Es la metáfora del objetivo y la consagración del anti proceso. Al final Alfredo había fallecido producto de un accidente y estaba enterrado. Pero había que sacar la cabeza del cuerpo. Su cabeza llega después de decenas de aberraciones.



La cabeza termina en la mesa del hacendado, pero allí mismo él es asesinado por el personaje de Ben, contratado para traer la cabeza. Ben, o Benny, encarnado por uno de los grandes «malditos» y actores de culto de Hollywood, el acerado Warren Oates, es la imagen del nihilismo destructivo de la nueva filosofía de gestión que emerge en el mundo. Ben es víctima e instrumento a la vez, hasta que explota.



Se produce una matanza generalizada, los dólares ya son una abstracción y lo único que permanece con vida es la hija del hacendado con su hijo. La última imagen es la del cañón de un revolver dirigido hacia el público. La metáfora y la incitación son claras. Si no reaccionamos, somos cómplices.

Para los que ha escudriñado en Peckinpah y sus fantasmas interiores (David Weddle, por ejemplo), el film es una metáfora de los sistemas de gestión que se inauguraban en esos años, y de la nueva forma de hacer política, que se comenzaba a montar a fines de los años 70 y comienzos de los 80. Las técnicas y teorías del emprendimiento, que ahora cobran vidas y sistemas políticos en muchas partes el mundo, se incuban en esos años y se transforman en panaceas del hacer las cosas mejor, y más rápido. El mundo corporativo se impregna de esas técnicas, que se transforman en herramientas ideológicas de un sistema capitalista remendado, que rehusa la reestructuración.



Hay que reconocer que Hollywood, con todas sus contrariedades y defectos, siempre está allí denunciando los temas «nuevos»: el SIDA, la homofobia en el ejército, los termocéfalos civiles o militares apasionados por el gatillo nuclear, el antisemitismo, y los derechos civiles, entre otros. La narrativa de Peckinpah no se reducía a la violencia, como muchos tienden a pensar, y se plantaba frente al sistema como una metáfora que se escurría por los rincones del dinero y de los productores.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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