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Otro día menos pensado


Unos años atrás, cuando publiqué una crónica algo satírica sobre la sociedad chilena, mencioné la incapacidad de gestionar las prioridades y la consecuente sensación de vivir en un permanente estado de emergencia, que se extendía incluso a los transportes públicos (Ese Chile lindo, Bravo y Allende Editores, 2002). Pero nunca se me había ocurrido en aquel tiempo que la situación pudiera llegar al remate del Transantiago.



Sin embargo, y aunque en muchos aspectos comparta el análisis de Roberto Ávila en su crónica publicada en El Mostrador.cl del 12 de febrero (Transantiago: El Titanic ha zarpado), no puedo dejar de pensar que el sistema mediático constituye un elemento clave en la situación que estamos experimentando.



Desde que se ha puesto en «funcionamiento», por decirlo así, el Transantiago, ha logrado monopolizar todos los canales de televisión, radios y portadas. A los periodistas les faltan sustantivos para describir la situación: caos, colapso, drama, confusión, incoherenciaÂ… Por todas partes nos muestran protestas, llantos, golpes, insultas, ataques de nervios, carabineros angustiados, usuarios furibundos, hasta un par de atropellos.



Desapareció de los noticieros el resto del mundo e incluso el resto de Chile, a tal punto que tuvieron que cortar al pobre Pedro Carcuro el tiempo normalmente impartido al fútbol. Si Borges se atrevió alguna vez a declarar que la democracia era un abuso de las estadísticas, podemos especular que estamos frente a un caso de información basada en la manipulación de testimonios. ¿Será posible que no existiera ni un par de usuarios satisfechos con el nuevo sistema ? ¿O será que sencillamente se niegan a probarlo?



Vimos que los que no hicieron caso a Bam-Bam y salieron a la misma hora de siempre para ir al trabajo, se fueron colgando de las puertas de los pocos buses que pasaban, en el mejor de los casos, o simplemente volvieron a su casa frustrados después de tres horas de espera en el paradero. También nos mostraron a todos los trabajadores que se quedaron cesantes con la desaparición de los buses amarillos: chóferes, mecánicos, inspectores, barrenderos, cocineras, sin contar los sapos, vendedores y músicos.



Pensándolo bien, uno se pregunta nostálgico dónde va a comprar un mora crema por $100 y cómo va a aguantar el aburrimiento del viaje si no puede subir ningún charanguista a tocar temas andinos. Parece que los únicos felices en ese panorama desastroso fueron los taxistas que lograron multiplicar de manera substancial sus ingresos gracias a la falta de buses, y por supuesto los reporteros que ahí encontraron un repuesto jugoso a la «muñeca gigante».



Los errores conceptuales del Transantiago no se pueden negar, ni tampoco su tropiezo con las costumbres culturales del país. Pero debemos ser justos y reconocer sus éxitos mayores, sin antecedentes, que sepa, en la historia de Chile: armar en un par de días una histeria colectiva que parece caricatura de telenovela, desacreditar a sus «inventores» de todo índole, y alimentar a la prensa.



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Sylvie Moulin. Académica y cronista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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