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Transantiago y el mal leído malestar de la ciudadanía


¿Qué puede explicar que la implementación de un sistema de transporte destinado a ser a todas luces más eficiente, haya despertado en lo inmediato el feroz reproche popular? Hay respuestas cortas y largas y me temo que se han dado en abundancia las cortas y omitido reiteradamente las largas. Se ha dicho -desde el gobierno- que son los desajuste típico de la marcha blanca de cualquier nuevo sistema, más aún cuando éste involucra a millones de personas. Se ha insistido que se debe a las deficiencias transitorias de un sistema administrado por una obcecada camarilla de empresarios, que no terminan de entender que ahora las ganancias serán «reguladas y fiscalizadas». Se ha reforzado también -desde la oposición- que todo es culpa de las improvisaciones, desaciertos, y hasta las mal asumidas vanidades que han quedado patentes en las autoridades de gobierno. Por último, se ha esbozado, no sin alguna audacia intelectual, que no se trataría más que la demostración de que la racionalidad individual no siempre produce resultados eficientes, esto es, «lo que es beneficioso para cada uno (una micro a la puerta, con tiempos de espera mínimos) es lo peor para todos», como sostiene un comentarista dominical de El Mercurio.



Todas estas apreciaciones contienen en principio alguna dosis de verdad, y no sería en realidad problemático aceptarlas sino fuera por lo que omiten: la visión compartida de que el Transantiago sería a larga funcional con la modernización general del país. Un nuevo capítulo en la ruta al desarrollo, en la que un Chile social y políticamente integrado se encaminaría ineludiblemente a alcanzar. Esta apreciación de largo plazo en la que gobierno y oposición coinciden, es la que en verdad explica por qué no se logra entender a cabalidad el surgimiento de la molestia desatada en la ciudadanía -la barriada, pero también la mentada clase media- en contra de un nuevo sistema de transporte destinado a ser a todas luces más beneficioso.



Entiéndase bien, no es que el Transantiago no sea un sistema de transporte moderno, ciertamente lo es, el punto es que es su concordancia con el tipo de modernización que ha tenido lugar en el país lo que termina siendo altamente problemático.



Es que, lo que los reclamos de la ciudadanía en contra del Transantiago traslucen, no es un temor o reacción -bastante típico, por lo demás- a la Modernidad (con mayúscula) a secas y a los cambios aparejados a ella, como a menudo explican los sociólogos de gobierno y oposición, sino a los desajustes que la introducción repentina de un ‘sistema de transporte racional’ genera en el tipo especial de modernización (con minúscula) existente en el país.



Una modernización excluyente y contradictoria, como lo indican las cifras de desigualdad (de estratos sociales y de espacios territoriales), que en caso alguno tiene pavimentada la ruta al desarrollo como a-críticamente parecen afirmar las visiones de largo plazo de gobierno y oposición. Una modernización en donde las estrategias radicalmente individuales, expresadas en el trasporte diario en la fórmula «tomar la micro a la hora y en lugar que yo quiero» resultan ciertamente más coherentes con las exigencias de un mercado laboral -formal e informal- despiadado, frente al cual los soportes colectivos son escasos y las excusas poco valen.



Es por ello que, enfrentados a un sistema de transporte que introduce indudablemente mayor racionalidad -buses de mejor calidad, paraderos y recorridos regulados, sistemas de cobro electrónico, mejores fiscalizaciones- los individuos acostumbrados a la máxima «una micro a la puerta, con tiempos de espera mínimos», terminan añorando el viejo sistema de trasporte que aunque colapsado por la abundancia irracional -bocinazos, contaminación, atochamientos- les resulta más funcional al tipo de modernización regresiva, con el que han lidiado cotidianamente en sus trabajos y asentamientos territoriales.



En definitiva, lo que olvidan los analistas de corto plazo es que la introducción de una racionalidad sectorial, aunque bienvenida, cuando está en contradicción con la racionalidad más general extendida desde años en el país, termina generando conflictos, que se expresan en una ciudadanía desconcertada, que no deja de mirar con sospecha -aunque al final termine acostumbrándose- a aquellos nuevos y modernos buses descontaminantes, aquellos paraderos diferidos y curiosas tarjetas Bip. Intuye -qué duda cabe- que mejora su calidad de vida, pero no termina de confiar en una lógica de regulación colectiva -en el otrora más desregulado de los subsistemas: los micros-, desajustadamente inserta en una sociedad acerada por las soluciones individuales.



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* Ricardo Camargo es Abogado y Master en Ciencia Política (U. de Chile), Master of International Studies (University of Otago, New Zealand), Candidato a Doctor en Politics (University of Sheffield, United Kingdom) y Honorary Fellow del Political Economy Research Centre, University of Sheffield.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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