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Apuntes de un año en que la desigualdad mostró su cara más agria


A un año de gobierno abundan los balances. Abrumado por sus problemas recientes -léase Transantiago- el gobierno no debería olvidar, sin embargo, aquello que más lo remeció: el conflicto estudiantil, y sus no siempre evidentes significados.



Convengamos en que se ha tratado de un año singular. No sólo porque ha sido una mujer quien conduce las riendas del poder por primera vez en la historia del país. Ni siquiera porque se haya muerto -a lo menos físicamente- quien le otorgó el apellido con que se ha conocido a la democracia chilena durante todos estos años: Pinochet. Más bien, sostengo acá, porque han comenzado a ser notorias las limitaciones del ‘modelo chileno’, las que requieren urgentemente ser enfrentadas.



Conviene en ello alargar un poco la mirada (aunque no tanto como deberíamos) y re-situarnos en el año 1998. Un año complejo, en donde la democracia chilena mostraba toda su elasticidad, ungiendo al dictador como senador vitalicio. Historia conocida ella. Menos recordado sin embargo es el debate, excepcional para esos años (y para los actuales, según parece), que inaugurará Norbert Lechner, entonces principal investigador de la sección Chilena del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo.



Sostenía Lechner que, paralelo al complejo entramado político institucional de la transición, se acumulaba inquietante un malestar social. «La gente -alertaba Lechner- percibe que ella ni es el sujeto de una modernización que parece avanzar a sus espaldas ni el beneficiario de las nuevas oportunidades». Una afirmación temeraria que ponía en cuestión acaso, el esfuerzo más estratégico en que se empeñaba entonces el gobierno de Frei: pasar del eje de la transición -como acuñara célebremente Genaro Arriagada- al de la modernización.



Es por ello, que la respuesta proveniente de los círculos complacientes de la intelectualidad concertacionista no tardó en llegar, y apuntó certero, buscando «cerrar», argumentativamente claro está, el debate naciente. «Llama poderosamente la atención» -replicó irónicamente José Joaquín Brunner- que el ‘malestar difuso’, denunciado por Lechner, no se haga cargo del hecho irrefutable de que «no hay signos demostrativos de ningún tipo de descontento generalizado» «más bien -proseguía un entusiasmado Brunner- la sociedad Chilena muestra durante los últimos ocho años, bajos grados de conflictividad social, una temperatura ideológica fría o moderada».



Brunner sabía bien que con ello apuntaba al corazón del argumento sostenido por Lechner. Lo desahuciaba, sin posibilidad de recuperación, aunque sobreviviera algunos años más como de hecho ocurrió. Como se sabe, tras el decisivo entrecruce de sables sostenido por Lechner y Brunner, la clase política que convive en la Concertación se remeció e incluso temporalmente se alineó entre los ya míticos ‘autocomplacientes’ y ‘autoflagelantes’, dando lugar a un singular debate epistolar.



Sin embargo, la suerte parecía ya haber sido echada. Sin ‘signos demostrativos de descontento generalizado’ el entrecruce de las fracciones de la Concertación sería pronto caratulado -como lo sostuvo Eugenio Tironi alineado con Brunner en esta disputa- como ‘meras objeciones’ de una retrógrada militancia concertacionista al avasallador rumbo modernizador del país. Nada importaban las bulliciosas movilizaciones de los mineros de Lota, que por esos días inundaban las calles de Santiago. Eran los costos de una modernización que, en la medida que no produjeran malestares generales, no debían en verdad inquietar.



Pinochet detenido en Londres primero y la crisis asiática después, terminaron de sepultar un debate ya agónico. Otras pasiones aflorarían entonces. Un segundo Presidente Socialista encantaría nuevamente a las masas críticas de la Concertación (incluso a los comunistas en segunda vuelta). Olvidadas quedarían las reflexiones en torno al ‘malestar difuso’ de la modernidad. Una cifra dura, inquietante, poco especulativa, quedaría, sin embargo rondando como fantasma tras la retórica discursiva: La desigualdad crecía, a pesar del crecimiento económico.



No sorprende por ello que, silenciosamente, aguardando su momentum, como adivinando que la única vía de vencer los argumentos complacientes de Brunner y compañía, era expresándose con nitidez, exacerbándose, siendo más de lo que su forma concreta lo permitía, un ‘descontento generalizado’ se acuñó por fin y fluyó nítido, tras la excusa de una manifestación de estudiantes secundarios por la educación en el año 2006.



La memoria es frágil, y los balances suelen recoger sólo los datos más contables de un conflicto (duración, número de colegios involucrados, número de voceros, etc.). Por ello haría mal la Presidenta si sólo lee en el paro de los estudiantes una manifestación sectorial más, ignorando el «exceso», aquello que afloró tras el intersticio que se abrió. Lo que la Presidenta no debería omitir en su balance, es que durante el 2006 el fantasma de la desigualdad mostró su cara más agria.



Sí, porque disfrazado de jumper y corbata colegial, se expresó en verdad un malestar más global (recuérdese que también fueron los apoderados, profesores, y hasta el ciudadano común de clase media quienes se identificaron con el conflicto) permanentemente postergado o encapsulado en fórmulas tecnocráticas.



Frente a su porfiada presencia -el de la desigualdad- que incluso se da mañas para cumplir los requisitos impuestos por la intelectualidad complaciente (descontento generalizado) para hacerse notar, no vale seguir siendo indiferente. No vale tampoco sólo escudarse en que el mejoramiento de la educación solucionará el problema en veinte años más, como arguyen los nuevos complacientes.



Supone algo más. Algo que se esboza -aunque aún sin expresarse en propuesta- curiosamente desde el círculo otrora más conservador de la Concertación -los colorines-, y por cierto desde fuera de ella hace años y que escasea en los socialistas curiosamente (a excepción de Jorge Arrate y un puñado más): Ä„Atreverse a repensar las bases mismas del modelo económico! Creativamente, por cierto, y guiados -sugiero- por una máxima simple (para evitar los fantasmas del pasado tan propios de la generación en el poder): que cada punto de crecimiento económico signifique una disminución proporcional de la desigualdad.



Guiados por dicha máxima, sin embargo, vale la pena advertirlo desde ya, pronto se adivinará que lo que se demanda no es un problema técnico de macroeconomía, sino una pizca de aquello que los griegos llamaban Política, con mayúscula. Ello supone, por cierto, no sólo iniciativas de inclusión asistencial que disminuyan la pobreza -tarea de relativo éxito en estos años- sino políticas de participación que den protagonismo a los actores sociales en la marcha del país, -empresa esta última de un déficit profundo.



En definitiva, la lección a manera de balance del 2006 es que la desigualdad no es un problema técnico sino político. Incluso más, altamente explosiva, y dispuesta a convertirse en marea avasalladora de un orden complaciente cada vez que encuentre su ocasión. Todo ello hace urgente -a contrapelo de lo que parece indicar el balance oficial- impulsar una decisiva participación social para atreverse a repensar los déficit del modelo económico vigente (y de paso de nuestra democracia Post-Pinochet sin Pinochet).



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* Ricardo Camargo es Abogado y Master en Ciencia Política (U. de Chile), Master of International Studies (University of Otago, New Zealand), Candidato a Doctor en Politics (University of Sheffield, United Kingdom) y Honorary Fellow del Political Economy Research Centre, University of Sheffield.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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