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Transantiago y (una vez más) las presiones corporativas


Después de todo lo que se ha escrito (o no escrito, pero pensado aun corriendo el riesgo de ser censurado por ‘políticamente incorrecto’), no es mucho más lo que puede decirse de un Plan patrocinado por la administración Lagos y materializado por la actual con una imprudencia que, a pesar del poco tiempo trascurrido desde su puesta en marcha, terminará siendo considerado como el paradigma de la ineficiencia, la mala planificación y la poca transparencia. Y donde la prisa por impulsar lo que se anunciaba como ‘una revolución cultural’ ha deteriorado todavía más (si cabe) la ya mala calidad de vida de Santiago.



A los planificadores y ejecutores del Transantiago pareció importarles más el cuándo (probablemente, algunos asesores de la mercadotecnia política consideraron su puesta en marcha como un trampolín para disparar la popularidad gubernamental), que el cómo (poco importó que los dos días de prueba fuesen durante un mes donde transitaba apenas un tercio de quienes serían sus ‘beneficiarios’). Una prueba de ello es que todas las medidas anunciadas al cabo del primer mes de convulsión santiaguina eran perfectamente previsibles antes de la vigencia del nuevo sistema de trasporte.



Incluyendo la extensión horaria del Metro (después de que las autoridades de Transporte advirtieron la inconsistencia de recomendar a los usuarios ‘salir más temprano’… sólo para agolparse ante las cerradas puestas de aquél), el reestudio de las frecuencias y de los recorridos; el reforzamiento del Metro con buses ‘clonados’ (eufemismo para los buses repintados), el aumento de la dotación de buses troncales y alimentadores; el insuficiente rodaje de un software cuando menos inadaptado a las características y necesidades de una ciudad que no es Helsinki ni Hamburgo, o la prolongación del tiempo de uso del pasajeÂ…una vez comprobado que el promedio de espera en muchos casos equivale a los 90 minutos inicialmente concebidos.



Esas y otras falencias cuando menos aconsejaban prudencia en la implementación del Transantiago, su materialización mediante módulos que experimentasen con todas las combinaciones de trasporte en uno o dos ejes troncales. Todo ello daba además tiempo para terminar con numerosas obras cuya inexistencia o insuficiencia agravó aún más los tiempos de espera y de traslado o la congestión de personas y vehículos: estaciones de trasbordo, vías segregadas o repavimentación de vías incompletas- entre otros déficit estructurales. La alternativa a ello era posponer la puesta en marcha del sistema hasta que todo el nuevo sistema estuviese completo.



Quizás era lo que todos hubiésemos esperado. Y no se trata de que oponerse al Transantiago suponga amparar una conducta refractaria al cambio de un sistema de trasporte que hace mucho hizo crisis. Después de todo, si hay un aspecto que encabeza la lista de requerimientos ciudadanos en torno a la calidad de vida, éste es el tiempo que la sociedad demanda para ‘invertirlo’ en su familia. Tiempo y calidad de vida eran los principales daños del obsoleto sistema de trasporte de Santiago. Pero difícilmente alguien puede hoy negar que el Transantiago ha dañado la calidad de vida en el corto plazo. Aunque la magnitud de este deterioro quizás sólo podrá medirse en el mediano plazo en la tasa de crecimiento de enfermedades mentales y sicosomáticas que afectan a sus habitantes.



No hay muchas explicaciones plausibles para la prisa irresponsable de haber lanzado un sistema de trasportes defectuoso no sólo en su ejecución, sino que en su diseño. Pero sin duda una de las más probables es la presión corporativa ejercida a todo lo largo de la cadena de grandes intereses involucrados en el Transantiago. Cada semana de atraso representaba mucho dinero para quienes estaban detrás del financiamiento y la amortización de las inversiones efectuadas. Aunque -aparte de los parches del sistema- las autoridades hoy se esfuerzan en demostrar que todas las licitaciones fueron hechas con la máxima transparencia, hay demasiado ‘ruido’ que apunta en sentido contrario.



Por ejemplo, resulta muy difícil aceptar que un proveedor de equipos computacionales participe de manera simultánea -como accionista- en la administración financiera de todo el sistema, que casi la mitad del total de buses pertenezca a una sola empresa (y, principalmente, a un solo particular), que el Estado carezca en la práctica de facultades eficaces para hacer cumplir los contratos establecidos. En los hechos, y tal como ha ocurrido en muchas obras adscritas al régimen de concesiones, estas y otras asimetrías han dado al privado «la sartén del mango» -en desmedro del interés publico y del bienestar de los usuarios.



Las presiones ejercidas para echar a andar un sistema así de defectuoso e incompleto parecieran justificarse cuando la propia Presidenta Bachelet ha admitido que pensó en posponer el Transantiago, pero que finalmente accedió a darle luz verde cuando se le aseguró que todo funcionaría bien. En aras de la misma transparencia, el Gobierno debiera develar quiénes le dieron tamaña seguridad. Si fueron funcionarios del propio Gobierno, por muchos menos que ello altos autoridades han debido abandonar sus puestos. Pero si fueron operadores, administradores, empresas, entonces se confirmaría el poderoso y peligroso juego de cabildeos que ha puesto en riesgo algo más que la persistencia de un sistema de trasportes.



Los evidentes y para muchos insalvables problemas del Transantiago explican el cansancio, primero, y en las semanas más recientes la oleada de activa protesta y rechazo por usuarios, pobladores y -crecientemente- de alcaldes y otras autoridades. En este contexto, las amenazas emanadas del Ministerio del Interior destinadas a detener estas movilizaciones equivalen a tapar el sol con un dedo. En un gobierno que se ha declarado ‘de y para los ciudadanos’, sería preferible dar un cauce positivo a las protestas permitiendo que los usuarios y las organizaciones vecinales aporten ideas y soluciones para destrabar un desastre que se agudizará a medida se aproximen los críticos meses de frío, las inundaciones y los consiguientes embotellamientos.





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Nelson Soza Montiel. Periodista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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