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Hoy no habrá


-Padre yo me acuso…
– Hoy sólo queda un cierto pudor en la memoria y la necesidad de señalar algunas cosas. Por ejemplo, los besos y ciertas confesiones.



Debe ser la primavera blanca de este norte que, en contemplándola el pensamiento siempre alerta a la mínima insinuación de los sentidos, se deja ir a paso de tango nevado; como que no quiere la cosa, ensimismado en situaciones prohibidas de cuerpos enlazados y bocas ávidas, con el beso suspendido todavía para que los labios entreabiertos dejen escapar el aliento insumiso desde la profundidad del ser. Imágenes insubordinadas.



No puede creer el cerebro, en qué jardín se ha metido, y lucha denodadamente por salir de las sensaciones que le invaden de coronilla hacia abajo, y se flagela las neuronas, y se clava los cilicios, y corre la sangre.



No en vano aprendió el cerebro, siempre el cerebro, desde su más tierna célula, que la conciencia no está de adorno, que es un instrumento manipulable. Que el sexto y noveno Mandamientos tienen aroma de mujer o del diablo, que viene a ser lo mismo, y arrastra el peso del pecado original, con un valor añadido; el del pecado mortal.



Los ocho Mandamientos restantes en comparación carecen de importancia. No han sido el rompedero de cabeza de nuestros inquisidores bajo cualquiera de sus máscaras y épocas.



Quién olvida el tormento de la confesión en lo que se refiere al sexto y noveno de las Tablas de Moisés. Recuerdo como si fuera hoy, aquellos entonces en el internado. No diré cual para no herir sensibilidades caducas.



– Ave Maria Purísima- musitábamos.
– Sin pecado concebida- decía el confesor. .
-Perdóneme Padre, porque he pecado.



Pecado. Culpa. Perdón. Castigo. Penitencia. Infierno. Miedo. Palabras fatales en el silencio de la capilla o de los claustros poblados de sombras y susurros. Susurros y sombras que machacaron tantas vidas, que destruyeron amores, violaron infancias y alteraron para siempre el pensamiento cristiano. Sobre todo a la edad de la magia y de los cuentos.



A esa edad se llegaba al confesionario por primera vez porque había que ir. Porque lo mandaban todos los Mandamientos. Los de la Iglesia, los del Estado y los de la Familia. Al comienzo ibas sin complejo de culpa. Porque en realidad hasta ese momento, el único pecado, como Segismundo, era el de haber nacido. Si de pecar se trataba. Y nadie había elegido venir al mundo.



Después el sentimiento de culpa, telón de fondo sine qua non, barrió con cualquier atisbo de autoestima. El estado de Gracia no estaba al alcance de un alma común y corriente, parecía ser. Había que ganar indulgencias. Plenarias o simples. O comprar las almas de los infieles., negros casi siempre por cierto. O chinos. Ya se sabe que Franco tenía una fijación con la Invasión Amarilla. Pero el estado natural de los no elegidos, o los que no podían ni querían comprar nada era vivir en pecado. Mortal, venial, o en sacrilegio perenne.



La penitencia variaba según la envergadura de la ofensa a Dios y del confesor, naturalmente. Dos rosarios, tres rosarios. Todos los rosarios del mundo. Andar descalza sobre garbanzos. Ponerse cilicios. Hacer votos de castidad. En fin, la variedad fue siempre múltiple. Una nunca se encontraba con las palabras adecuadas para nombrar lo que ni siquiera imaginaba que existía.



Aquella ansiedad se convertía en taquicardia paroxística cuando arrodillada, (Dato curioso: los hombres, a diferencia de las mujeres, se confesaban cuerpo a cuerpo, casi abrazados, solo se hincaban para recibir la Absolución); cuando arrodillada, repito, la pecadora por definición escuchaba a través de la rejilla del confesionario una voz que preguntaba los más íntimos detalles de los más íntimos pensamientos. Si había sentido algo; placer, molicie, agitación, si había habido tocamientos impuros.



No se habían inventado las Barbies ni los concursos de belleza infantiles a nuestros escasos seis años. Entonces una se quedaba con la mente en blanco y el corazón agitado, rebobinando a toda velocidad el carrete, entre la vergüenza de la pregunta y el impasse de la respuesta, persiguiendo sin saberlo la pureza por decreto siendo el cuerpo un obstáculo insalvable.



Además había que tratar de controlar el pensamiento, por si acaso; medida de prevención tácita, aunque no fuera más que por evitar el bochorno de la confesión. Por no oír las vergonzantes preguntas y no escucharse a si misma dar las insustanciales respuestas. Para no caer en los escrúpulos de conciencia.



Aparte de eso, la trinidad formada por la Iglesia, el Estado y la Familia era una apisonadora de consecuencias impredecibles. Solo verificables por la magnitud de la onda expansiva. En el tiempo.



Hablando de confesiones y culpas.



En el internado, teníamos que ir a la bañera con un camisón de batista, largo hasta el suelo con manga hasta el puño. Sentada en una silla estaba la monja de guardia velando para que se cumpliera a rajatabla el reglamento del colegio. Cuando digo velando, era literalmente así. Con luz de vela, en la casi oscuridad para evitar el mínimo roce con la propia desnudez, con el pecado.



Y pecado resultó ser todo al llegar a la adolescencia. O casi todo. La placidez del silencio , el ósculo de la paz, la voz de Bob Dylan , El Antiguo Testamento, Víctor Hugo, la Jota de la Dolores o la mirada platónica al jesuita guaperas que nos dirigía Los Ejercicios de San Ignacio recién cumplidos los quince años.



Tengo que decir en honor a la verdad que todas esperábamos esa semana única en nuestras vidas, cuando aparecía entre Vísperas y Maitines un hombre inteligente y refinado, no siempre el mismo, cuya sola presencia despertaba pasiones inconfesables. Más de una vez íbamos a comulgar para ver de cerca los ojos grises del P. Kane. Nombre inventado por supuesto. Era imponente con sotana. Las sotanas tenían un si-es-no-es gravitante. Supongo que el consabido morbo sería parte de la revolución de las malvadas hormonas y sus efectos secundarios



Oremus.



Una amiga que vive lejos de aquí y cerca de allá, me ha dado permiso para contar algo ilustrativo, con respecto al tema que nos ocupa esta tarde blanca en Montreal a dos días del otoño en Chile. Como única condición, porque son cosas que solo se suele decir en sotto voce, pide que nunca se conozca su identidad. Vale. Que así se escriba y que así se cumpla. Por lo tanto, de aquí en adelante todo parecido con alguien que creamos conocer juro que será una mera casualidad.



Somos amigas desde siempre e íbamos al mismo internado. Un día decidió no confesarse ni comulgar nunca más. No le pregunté por qué, ni ella dio mayores explicaciones. Entre amigas el silencio se comparte también. Supuse que algo le habría hecho el cielo que no le gustó. Y quiso ser pecadora empedernida. Pecaba a todas horas por acción u omisión. Era tremebunda. Se especializó en pecados Inmortales. Precepto que aparecía, precepto que burlaba. Así muchos años hasta que en uno de sus rebotes por el mapamundi, se encontró con un sacerdote de esos que hacen honor a Cristo y visto su ejemplo le entró la necesidad de desprenderse de todos los pecados y solo quedarse con los inmortales.



En esos trajines y dudas andaba cuando fue invitada a una misa concelebrada en el barrio donde trabajaba y vivía su amigo sacerdote y cuatro compañeros más de la comunidad.



Y cuando llegó la hora de la Comunión y vio que el celebrante estaba cortando el pan consagrado en siete pedacitos para las siete personas que estaban presentes, ella incluida, empezó a hiperventilar a oír palabras que salían sin permiso suyo, como si se tratara de una experiencia extracorpórea, contando secretos – Yo no puedo comulgar porque soy pecadora – Repetían y repetían las palabras.



Su amigo, el seguidor de Cristo le puso el pan en las manos y le dijo -recibe en éste pan a Dios que te quiere mucho y no necesita tu confesión – ella comió el pan y bebió el vino. Y se sintió liviana como cuando se alcanza el estado de Gracia.



No me ha contado lo que pasó después. No me atrevería a preguntárselo. Ayer me llamó mientras estaba releyendo un texto incrédula todavía, que precisamente tenía mucho que ver con ella, con nosotras en el pretérito imperfecto. Se trata del Capítulo segundo De los vicios opuestos a la castidad del Compendio moral Salmanticense. He aquí un extracto breve que no tiene desperdicio.



P. ¿Son pecados los ósculos, abrazos, y otros tactos impuros? R. Que pueden tenerse por tres motivos, o hacerse por tres fines; es a saber: en señal de amistad, según la costumbre de la patria, o con urgente necesidad. Por deleitación carnal y venérea; o finalmente por deleitación sensitiva del tacto, en cuanto son un objeto [448] proporcionado de éste. Esto supuesto.



Decimos lo primero con S. Tom. que osculum, amplexus & tactus secundum suam rationem non nominant peccatum mortale. Possunt enim absque libidine fieri, vel propter consuetudinem patriae, vel propter aliquam necessitatem. 2. 2. q. 154. art. 4. Decimos lo segundo, que aunque los ósculos y abrazos entre hombre y mujer tenidos en señal de amistad y mutua benevolencia juxta morem patriae, sean lícitos, y honestos, debe guardarse el decoro y honestidad de las personas; por cuya causa no es decente que los clérigos y religiosos usen de ellos, aun por dichos motivos, por evitar todo escándalo, especialmente con mujeres jóvenes, y bien parecidas. Y aun respecto de todos, así hombres, como mujeres, debe desterrarse esta costumbre de donde la hubiere, por ser peligrosa. Ultimamente decimos, que si los tactos y vistas se practican con necesidad, como para la cura de alguna mujer, es lícito a los facultativos la inspección y tactos respecto de las personas de otro sexo, aun cuando sea el objeto el más excitativo a la lascivia; porque siendo conforme a la recta razón, como permitida o mandada por ella la curación de todas las partes del cuerpo humano sin exceptuar alguna, también lo será cuanto conduzca a este fin; y para lograrlo, no pocas veces es preciso, el contacto y registro del objeto dicho por el facultativo.



P. ¿Los ósculos y abrazos tenidos por deleite carnal, pero sin peligro de ulterior consentimiento son pecado mortal? Antes de responder a esta pregunta es preciso notar que la deleitación de una cosa torpe puede ser en tres maneras; es a saber: venérea, carnal, y sensible o natural. La primera según Galeno, lib. 14. de usu part. cap. 9. es: delectatio in carne consurgens ex motu humoris serosi, qualis est seminis, & incalescens per commotionem spirituum deservientium generationi. La deleitación carnal es la que nace ex tactu corporis, & motivo sensuali. No pide conmoción de la carne, aunque comúnmente viene acompañada de ella. La deleitación sensitiva o natural es quae oritur ex conformitate rei tactae cum organo; tal [449] es la deleitación que se tiene en tocar una cosa suave. Supuestas estas diferencias.



Al terminar de repasarlo para compartirlo, recuerdo aquellas confesiones de rodillas en pleno siglo XX, que tanto mal nos hicieron.



El suficiente para haber convertido antiguos terrores en pecados Inmortales, en abrazos interminables, en tangos arrabaleros y en besos esféricos, incombustibles, solemnes, cándidos, cómplices, y enamorados. Sin cilicios. Sin censura. Sin hoguera. Sin miedo.



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Begoña Zabala es actriz y reside en Montreal, P. Québec.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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