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Política y represión contra el pueblo mapuche


Chile es un país que vive demasiado próximo de su pasado. Los procedimientos que impuso de manera cruda y brutal hace algunas décadas la dictadura militar todavía penan.



Por eso, la cobertura mediática de la detención de dirigentes mapuche y las declaraciones de autoridades del Estado chileno, además de evocar por su dureza ese siniestro período histórico, generan inquietud.



La ciudadanía debe tener garantías de que los métodos de un Estado gobernado por la coalición, que se representa como de centro-progresista, están completamente exentos de los mecanismos reflejos y las mentalidades que generaron durante la dictadura las violaciones a los derechos humanos. Habría que disipar toda sospecha al respecto, a saber: si el Gobierno respeta el derecho de los pueblos originarios a vivir en paz y decidir libremente de su futuro.



Urge al mismo tiempo saber si después de siglos de discriminación el Estado chileno brinda al pueblo mapuche los medios necesarios para que pueda defender lo que la Convención sobre la diversidad de las expresiones culturales de la UNESCO —que acaba de entrar en vigor tras la ratificación de por lo menos 30 países entre los cuales se cuenta Chile— promueve, es decir, la preservación de la diversidad etno-cultural de los pueblos frente a la globalización aplanadora del capitalismo neoliberal y su dominante anglosajona. (*)



Porque los rumores corren de que un cerco militar y represivo se ha instalado como una tenaza de hierro en torno de algunas comunidades mapuche al sur de la VIII Región. Que en la zona se practicaría de manera camuflada el ‘perfilaje’, los allanamientos, el control de identidad y el encarcelamiento preventivo. Que la pobreza, lejos de disminuir después del informe Stavenhagen, ha aumentado en las comunidades.



De las informaciones recientemente publicadas acerca de los dirigentes y luchadores del pueblo mapuche detenidos se desprende que se les trata como delincuentes políticos. A tal representación mediáticamente construida, se añaden las frasecitas rimbombantes de la parada cotidiana del Poder: «Se pone fin a una historia», habría declarado el subsecretario del Interior Felipe Harboe (PPD). A la que se agregan otras, salidas del arsenal retórico legal-represivo de fiscales judiciales y oficiales de carabineros.



Ä„Cómo si el Estado tuviera el derecho de ejercer a su antojo la violencia real y simbólica!



El enunciado del alto funcionario del Ministerio del Interior pareciera sugerir el desconocimiento de la Historia de la fundación de su propio Estado. Historia de violencia fundadora legitimada en gran medida por el aparato legal con la ayuda de la narrativa dominante de los vencedores.



Sin lugar a dudas, es un deseo bien subjetivo el expresado por el Subsecretario en el ejercicio de sus funciones.



El Ministerio del Interior ocupa ese espacio brumoso donde la transparencia es difícil —por razones llamadas eufemísticamente, «obvias»Â— y es ahí en ese hoyo negro que los derechos y libertades civiles de los individuos y de las comunidades se desvanecen y suspenden en aras del acomodaticio concepto de «seguridad del Estado».



Es sabido que la práctica normal de los ministerios del Interior es infiltrar, reclutar informadores, manipular e incluso provocar, en nombre de la «seguridad del Estado». Noción que recubre toda amenaza real o imaginaria a la integridad y soberanía territorial, así como al llamado Orden (aunque el desorden sea demasiadas veces el resultado de la impericia de los que ejercen el Poder).



Las declaraciones del Subsecretario del Interior, si no son aclaradas, podrían corresponder a los deseos ancestrales de las oligarquías castellano-vascas en un comienzo, de algunos propietarios de origen germano y chileno luego y de poderosos intereses forestales y papeleros defendidos hoy por las derechas, a saber: borrar la Historia y quebrar la identidad del pueblo mapuche.



Sin embargo, el mismo topo de la historia (que no tiene nada de «escatólogo»), ese que trabaja la tierra por debajo, silencioso, horadando, abriendo túneles, entrelazando y conectando las gestas; socavando las bases de la dominación, les recordaría que la Coordinadora Arauco-Malleco, a la cual pertenecen los militantes mapuches, se inserta —nos gusten o no sus métodos de lucha— en la larga historia de un conflicto central entre una minoría étnica dominada y otra dominante, que dura desde hace siglos.



Y dado que las comunidades ayudan activamente a los dirigentes perseguidos, es evidente que su causa es apoyada por una parte importante de la etnia mapuche que resiste al despojo de sus tierras.



Llaman la atención la falta de interés y el silencio de los intelectuales chilenos por la causa mapuche. Sin embargo, es fácil darse cuenta que las reivindicaciones de sus militantes activos expresan la voluntad de un pueblo por sobrevivir cultural y políticamente en un mundo uniformizado y arrollado por las fuerzas y la ideología del mercado.



La del pueblo mapuche es una lucha legítima por la autonomía y eso implica la recuperación de sus tierras mancilladas y la preservación de su identidad etno-cultural para poder forjar democráticamente su destino en un mundo incierto.



Es lo que se desprende del informe de la Misión a Chile del Relator de Derechos Indígenas de la ONU (en julio, 2003) del eminente sociólogo mexicano Rodolfo Stavenhagen.



Todo sería tan fácil con el apoyo resuelto del gobierno y la solidaridad de las mayorías ciudadanas.



Por lo tanto es lamentable que durante el mandato de la Presidenta, militante del partido del hacha indígena, no se avance rápido en la resolución de las demandas legítimas del pueblo mapuche y que por el contrario haya funcionarios que hacen alarde de actos represivos cometidos en su contra.



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(*) Allí se afirma: «La necesidad de tomar medidas para proteger la diversidad de las expresiones culturales incluyendo sus contenidos, en particular las situaciones donde las expresiones culturales pueden ser amenazadas de extinción o de alteraciones graves».





Leopoldo Lavín Mujica. Profesor, Département de philosophie, Collčge de Limoilou, Québec, Canadá

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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