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Transantiago: La pesadilla del centralismo colapsado


El centralismo afecta al propio Santiago: es la única ciudad relevante de Occidente sin gobierno metropolitano o alcaldía mayor electa, con poderes fuertes, recursos y con capacidad de pactar con sus ciudadanos políticas escrutables en áreas tan sensibles como transporte.



En Chile, el modelo es «presicracia»; un presidencialismo centralizador histórico, agudizado por la dictadura en sus prácticas y Constitución, y lamentablemente asumido por la centro-izquierda en las antípodas de lo que hace el progresismo en todo el mundo.



En Chile, el gobierno central domina las políticas públicas y concentra el poder regulador del transporte y la infraestructura urbana. Pero los sistemas de control centralizado sirven para generar mínimos sociales, pero tienen un techo, son incapaces de modelar todas las políticas relevantes. En el servicio al poder «central» se mezclan improvisaciones, mentiras, poca sinceridad y otras malas prácticas chilensis que esta vez llegaron a su apoteosis.



El Transantiago se ha convertido en la pesadilla del gobierno centralista e, irónicamente, en un punto de inflexión que puede tener connotaciones históricas, tanto para hacer reflexionar a la clase dirigente chilena sobre la fragilidad de la concentración de todos los poderes ejecutivos, como de la necesidad de la puesta al día de Santiago como urbe de seis millones que requiere un gobierno metropolitano electo y poderoso, con potestades como la del transporte.



La crisis del Transantiago ha producido rabia social, desencanto con la Concertación, desnudado la ineptitud de las autoridades centrales y hecho visibles las graves desigualdades urbanas acumuladas en la capital.



Chile es el único país relevante de América Latina y del mundo occidental en que su mega ciudad no tiene un gobierno metropolitano diferenciado del estado central, fuerte, electo y con un poder ejecutivo eficaz. El gobierno central aún maneja el transporte en todo el país, con una gran dispersión (recordemos que Elazar decía que descentralizar es centralizar adecuadamente en otro nivel territorial).



En términos comparativos, se comentó que el criticado PRI mexicano aceptó en su apertura que el PAN mostrara su fuerza innovadora en el norte mexicano y el izquierdista PRD tomara forma como alternativa desde la gestión de la mayor urbe del mundo, Ciudad de México. La supuesta fuerza de la centralización y la opacidad se abrió a compartir poder, como los peronistas al aceptar que un «otro» gobernara el centro de Buenos Aires.



En Chile se mantiene una suerte de «caos centralista», en que hay cuarenta municipios pequeños, no hay alcalde mayor; tratan de «hacer lo que se puede» los intendentes designados con pocas competencias y recursos autónomos, ya que deben vivir en las coordinaciones eternas con las oficinas ministeriales.



Como se ha visto, Chile tiene una tradición centralista y de presidentes caudillos, que ven la nación homogénea encarnada en un súper poder ejecutivo en la presidencia y el gobierno central, reforzado por la dictadura y su institucionalidad, la que ha sido asumida por la Concertación tanto en el centralismo como en el poco poder parlamentario.



El paternalismo -el miedo a dar poder a otros- que se esconde en consideraciones tecnocráticas, encierra un profundo estilo cultural semi autoritario. Es una elite que cree «correcto» pensar «nacionalmente» para convertir los problemas en «políticas públicas», hacer adecuada «evaluación social de los proyectos», pero no acepta en su iluminismo que un «otro» tenga poder relevante, ensaye, se equivoque y que los ciudadanos demanden soluciones a otros niveles territoriales.



La tecnocracia centralista seguirá diciendo que «Chile es más serio que su vecindario», que su orden es mejor que las crisis de los países más «federalistas» o descentralizados (no hacen distinciones, desconocen las amplias provincias y departamentos con emprendimientos en Argentina, Colombia, México o Brasil). Así, un país condenado a «mirar La Moneda», nuestro Palacio Presidencial que parece esconder todas las esperanzas, éxitos, pero también fracasos y rabias de la centralizada «presicracia» que se ejerce históricamente en Chile.



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Esteban Valenzuela van Trek es diputado por Rancagua

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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