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Transantiago: el viaje a la ciudad oculta(da)


Lo vivido las últimas semanas por efecto del Transantiago ha instalado un profundo sentimiento de malestar entre las personas. Por encima de la buena o mala voluntad del gobierno, de la discusión de si fue anticipado o no su implementación, y del sinnúmero de falencias que se pueden encontrar en el nuevo sistema transporte, lo cierto es que la medida gubernamental aún no logra contar con la legitimidad necesaria para revertir el sentimiento de humillación en vastos sectores de la población.



A veces las nobles razones que motivan la aplicación de una reforma en la sociedad – en el caso del Transantiago, descongestión, seguridad, eficiencia, descontaminación ambiental y acústica, etc. – no garantizan su aprobación ni la simpatía de la mayoría de las personas, produciéndose lo que hemos visto y vivido en estos días: un choque o crisis de expectativas. El Transantiago nació bajo una promesa innegable de mejorar la vida de los santiaguinos, y aún cuando en muchos sentidos eso se ha cumplido, la mayoría se siente todavía acreedora de una deuda impaga. La deuda asume carácter dramático cuando se trata de una necesidad básica que tiene que ver con el cómo nos transportamos en la ciudad. Cuando una política pública no goza de validación y adhesión social, o más concretamente, cuando las personas no encuentran buenas razones para respaldar el funcionamiento del Transantiago y, por el contrario, se sienten cómplices de una monumental tarea inconclusa (ya sea por la demora en los traslados, la costumbre al sistema anterior, el atochamiento en los trasbordos, etc.) es inevitable que comience a incubarse un ambiente de rabia e impotencia.



Así, esta política pública – lejos de lograr uno de sus principales objetivos, esto es, emplazar a los individuos a sentirse responsable su éxito – se ha convertido en una pesadilla para los gobernantes y una fuente de desconfianza, división y molestia para la gente. A estas alturas, el Gobierno ya no sólo debe solucionar los problemas prácticos que aquejan al Transantiago, sino también asumir los costos sociales que tiene para la convivencia democrática una población contagiada de un ambiente hostil y explosivo, que muchas veces en vez de mermar el sentimiento de abuso lo reproduce. Insistamos: los efectos del Transantiago no pueden remitirse a un problema técnico solamente; es un fenómeno que ha erosionado y trastocado fuertemente el ánimo de las personas, y que a futuro puede fomentar una cultura de la desconfianza y el enfrentamiento. Cuando extensos sectores populares sienten que sus vidas no se han visto beneficiadas por la nueva medida, es decir, cuando la institucionalidad se vuelve incapaz de satisfacer las expectativas generadas, brota el peligro de que se debiliten los motivos de pertenencia a la comunidad, la credibilidad hacia el aparato público y con ello también la responsabilidad de la ciudadanía hacia nuevos proyectos de esta envergadura. La clase política debe hacer frente a la dimensión cultural o -si se quiere- menos tangible del problema del Transantiago, ya que a largo plazo esta molestia puede dejar huellas mucho más profundas en la ciudadanía que no se borrarán ni con cambios de gabinete ni de gobierno.



Querámoslo o no, el malestar con la nueva política de transporte viene a ser el depositario de un Chile oscuro, en el que se acumulan frustraciones y desesperanzas. El Transantiago ha puesto en evidencia una realidad social generalmente menos visible de marginalidad y pobreza, antes más escondida por la alfombra de micros amarillas que mantenía la imagen de una ciudad aparentemente cohesionada. Impensadamente, el Transantiago nos ha permitido viajar a sopetones por la ciudad que no nos gusta reconocer, esa que crece en segregación espacial y desigualdades sociales, y donde la falta de horizontes se confunde con la delincuencia urbana y la falta de integración con el odio y la resignación. Nadie niega que resulte más cómodo circunscribir los desastres del Transantiago a un asunto de gestión puramente, olvidando que este fenómeno se ha transformado en un espejo de las profundas contradicciones que existen en nuestra ciudad, en la que conviven sofisticadas autopistas urbanas junto a barrios periféricos hundidos en el anonimato y la precariedad.



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Martín Tironi R. Sociólogo Universidad Católica de Chile. Integrante Área de Análisis y Estudios de Genera.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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