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Abuso sexual a menores: Una deuda ética de la literatura infantil


Quizás fue el café sin una pizca de Colombia, el cielo de ese Santiago siempre gris o la certeza compartida de que se trataba, cómo no, de un fracaso de todos, la chispa que dio paso a la confesión de esa noche: un abuelo con olor a vino acosa a su nieta, la sienta en sus piernas y lleva su mano, gruesa, reseca, a ese escondite debajo de la falda, donde la niñez guarda toda su fe.



¿Qué hacer después de eso? Guardé silencio, tomé su mano. Le sonreí dulce, torpe y solidario, seguramente, y agradecí que me sacara del monólogo interior al agregar que, pese a recordar como ayer las escapadas nocturnas de su abuelo, la seguía abordando por las tardes, cuando se daba el tiempo de recorrer su barrio, la exquisita sensación de percibir que caminaba sobre un planeta que rotaba sobre su propio eje.



Me invitó a que lo pensara como un correlativo esencial: la muerte por las noches, a puerta cerrada, impune; de día la vida, a través de la jocosa comprobación de ser algo así como una foca con suerte, salvándose allá lejos, arriba, sobre la pelota del circo de los adultos. Y me exhortó a que escribiera. A que no dejara de utilizar metáforas para encantar, que perdiera el miedo a darle de vez en cuando una oportunidad a una hipérbole.



De eso han pasado cinco años. Lo crean o no, a ratos siento que estoy más joven. Que llegar a la Mitad del Mundo sienta bien. ¿Será que el aire quiteño posee las propiedades de la baba de caracol? ¿Que el Guagua Pichincha, discreto, a la hora de almuerzo, deja salir un eructo carpe diem-chulla vida? Cualquiera de las anteriores, quiero pensar que también tiene que ver con que aquí salió a la luz «Cecilpúas» (novela recién publicada por Alfaguara-Juvenil para lectura obligatoria en el Ecuador). Primero como un cuento por encargo para la licitación de textos escolares del gobierno mexicano, luego como una novela que iría tomando cuerpo desde mi puesto de editor de economía, en un diario electrónico chileno.



«Un bálsamo» pensaban mis compañeros de trabajo, por tener que lidiar durante el día con las cifras del desempleo, la inflación, y a veces en sueños con la crisis energética, el superávit estructural del cobre o la reforma al mercado de las AFP. Pero nada más alejado que un remanso fue la cuota de responsabilidad que significó la escritura de «Cecilpúas», novela para preadolescentes donde su protagonista de doce años, Cecilia Luisa, amante de la banda de música punk Sex Pistols, decide hablar de un tema que pulula en la sociedad a sotto voce: el abuso sexual a menores.



Tal como creía el poeta Ezra Pound, no concibo una escritura infantil, adolescente, para jóvenes, de adultos, para la tercera edad o post-mortem, donde se describa un paraíso, si es que todas las indicaciones hacen pensar que se debe describir un Apocalipsis. Porque, como definió el escritor Juan Rulfo, »escribir es ante todo un compromiso con la seriedad», un juramento adherido a un indeleble respaldo ético.



Para potenciar este convencimiento podemos hacer un poco de historia y recordar que, motivado por esa conciencia ética, el francés Charles Perrault desarrolló en 1697 un trabajo de recopilación que incluyó, por primera vez, la fábula »Caperucita Roja», en un volumen de cuentos que amplió la tradición oral que había rodeado a esta historia.



Perrault destacó de forma decidida la cruda realidad en »Caperucita Roja», con la firme intención de prevenir a las niñas de los peligros que conllevan los encuentros con desconocidos. Su moraleja, al final de la fábula, era la siguiente:



Aquí se ve que pequeños niños
Sobre todo jovencitas
Bellas, bien hechas y gentiles
Hacen muy mal en escuchar a toda suerte de gente,
Y que no es cosa extraña
Si lo hacen, que el lobo se las coma.
Digo El Lobo, pues no todos los lobos
Son iguales;
Hay algunos, de humor cortés,
Sin ruido, sin hiel y sin gruñidos,
Que discretos, complacientes y dulces
Siguen a las jóvenes damiselas
Hasta las casas, hasta las callejuelas
Pero hay quién no sabe que esos lobos melosos,
De todos los lobos, son los más peligrosos.



Lamentablemente, en 1812, los hermanos Grimm deciden darle una vuelta de tuerca a la historia, por considerar que Perrault había exagerado el desamparo femenino y que sólo buscaba promover las seguridades de la vida al interior de un feudo.



Aunque los Grimm partieron de la versión de 1697, añadieron la figura del leñador a la historia, un héroe masculino que salva a la niña y a su abuela. Versión, sin lugar a dudas, más inocente y, tal como se conoce hasta hoy, con un final feliz, una sensación placentera al término de la lectura que, poco a poco, se fue convirtiendo, a mi juicio, en preocupante uniformidad en los cuentos para niños desde esa época, diluyéndose hasta desvanecerse el rol preventivo que podía jugar la lectura entre padres e hijos, tal como buscaba Perrault.



Pata terminar con las referencias, una última: según el estudio del historiador francés Robert Darnton, titulado »La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa», donde analiza la evolución de los cuentos populares, el tierno cuento de la niñita desobediente que va donde su abuelita y se encuentra a un lobo disfrazado, tiene, al menos, 35 versiones distintas. Y en 20 de ellas el desenlace no es feliz. ¿Qué pasó entre medio, que nos quedamos con una versión de Caperucita Roja donde, sobre todo, se resalta el suspenso que nos puede entregar la naturaleza, desperdiciando la posibilidad de efectuar un potente llamado de atención?



Dos hermanas



Quizás haya alguien, hoy, aquí, que todavía piense que el abuso sexual es un tema que la literatura debe narrar a lectores que ya portan canas. Sin embargo, soy de esos que prefieren no subestimar a los niños. De los que tomarían en cuenta la opinión del que calla al fondo de la sala de clases, en un rincón del patio del colegio; de los que se preocuparían si vieran con demasiada insistencia el rubor apoderándose de las mejillas de un niño, seguido de la mofa ácida del resto de sus pares.



Debe ser porque mi deseo es que mañana, los hijos de mi amiga, la que tiene conciencia que camina sobre una Tierra que se mueve, puedan decir que tuvieron la suerte de ser advertidos sobre cómo, a la manera de Pound, salir más airosos en este Apocalipsis. Un infierno que a ratos podemos burlar con su propia codicia, amansar y rendirlo, tal vez, con la lectura valiente de un texto verdadero.



Mi amiga, hoy profesora en un colegio de mi país, debe emprender seguido la tarea de acoger a niños de sectores rurales que han sido abusados, en su mayoría, por miembros de su familia directa o parientes cercanos. Realidad que en el caso del Ecuador tiene el atroz índice de un caso diario. Un horror al que creo que la literatura infantil, más allá de algunas excepciones, lamentablemente, y en buen chileno, le ha sacado el poto a la jeringa, o como se diría en Ecuador, le ha hecho el quite, como si la indiferencia orquestada tuviera la capacidad de exorcizar la mente desequilibrada de un adulto.



Durante mi último viaje como turista a Quito, a fines de octubre pasado, fui invitado por una luminosa mujer quiteña -a la que yo quería conocerle su mitad del Mundo-, al Teatro Sucre, pomposa construcción del centro histórico de la ciudad, que esa noche estrenaba el concierto aniversario de lo que me habían advertido era uno de los principales conjuntos de música popular del Ecuador, »Pueblo Nuevo».



Debo ser sincero y mencionar que el recital no me gustó. Aunque lo realmente preocupante afloró en las afueras del teatro, a una cuadra de la casa non plus ultra de la cultura oficial. Es cierto que a veces el vino puede jugar malas pasadas a la visión, pero en este caso, a poco de arrancar del recital, sólo me había tentado en el pasillo con una copa de varietal Concha y Toro, así que las niñas que vi paradas en esa esquina que apestaba a orina, eran de carne y hueso.



Las recuerdo de no más de un metro cincuenta y cinco, morenas, de contextura delgada, ninguna con más de 13 años. Habría querido pensar que eran dos hermanas estrenando carteras, esperando ser recogidas por un compañero de curso junto a su padre al volante, para asistir a la emocionante primera fiesta del colegio. Pero con seguridad no era un día para celebrar nada. No había un salón donde lucir el maquillaje que llevaban puesto, ni las estaría esperando un chico de su edad con los ojos grandes, luminosos, rogando a Dios para que una de ellas bailara con él aunque fuera una canción apretadita.



Ya les dábamos la espalda, nos dirigíamos a unos estacionamientos en altura donde la señorita quiteña guardaba su carro, cuando llegué a la conclusión de que, por más dólares que hubiera de por medio, Cecilpúas habría coincidido conmigo en que esas niñas seguían siendo boyas abusadas por la marea negra de un Quito AM, un espectáculo más brutal y evidente pero, en el fondo, igual a lo que a esa misma hora estaría ocurriendo en Santiago de Chile: en su Paseo Ahumada, la Plaza de Armas, el Paseo Huérfanos; en toda la extensión de la Alameda Bernardo O’Higgins; en los alrededores de Estación Central, en la Panamericana Sur y Norte; en los faldeos del Cerro Santa Lucía y el San Cristóbal; en avenida Tobalaba y la circunvalación Américo Vespucio, y a ratos en el alma de mi amiga, cuando baja su autoestima y se cierran sus alas.



Sin embargo, como si ya estuviera intoxicado de baba de caracol, quiero ser positivo en este cierre, pensar que cuando mi amiga sepa de la existencia de este congreso -iniciativa por la que felicito a Girándula-, y le cuente del nacimiento de »Cecilpúas», va a salir con un mejor brío a caminar por su barrio, allá en las cercanías de mi ciudad natal, Rancagua.



Estoy seguro que, gracias a todos, va a agradecer que sea posible además una literatura infantil que no eluda su parte de la realidad y, por qué no, que invite también a otras víctimas a sumarse a la buena vida.



Esperemos que sonría cuando, al caminar, se dé cuenta que desde acá todos aceitamos un poquito el eje de su Tierra. Y que sienta que es tiempo de invocar también a »la esperanza que no cede», y en voz alta diga: a mis hijos no los van a tocar. Muchas gracias.



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Lino Solís de Ovando es periodista y escritor, y actualmente reside en Quito, Ecuador.



Esta ponencia fue presentada el pasado 26 de abril de 2007, en el Congreso Internacional de Literatura Infantil, »La Lectura como Derecho y Placer», desarrollado en el Centro Cultural Itchimbía, en Quito, Ecuador.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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