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Aiala y el vals del Café de Mozart


Por razones estrictamente confidenciales, my love y yo estamos en Inglaterra. Pero las confidencias estrictas dejan de tener gracia si de verdad no se cuentan aun cuando sólo sea a medias.



Hemos venido especialmente para conocer a Aiala, princesa de Brighton. Los servicios secretos B prohíben añadir una palabra más respecto del tema y ya se sabe lo que son los ingleses y sus espías.



Por lo tanto, mejor contaré mientras tanto otras historias, empezando por la del vecino que vive justo debajo de la casa de estilo georgiano donde estamos invitados casi en medio del Queen´s Park, desde donde se ve el Peer frente a la costa de Normandía si se pudiera trazar una linea recta.



Todas las mujeres que por algunas razones han pasado por esta casa, incluida quien la habita, dicen haber quedado sin respiración al ser miradas por los ojos color miel Himalaya del hombre de Pakistán. En este viaje he podido por fin conocerlo. La reputación de su enorme atractivo le precede y se le nota. Lo sabe. Juega.



Tanto había oído hablar de él, que al saludarlo apenas lo he mirado, por temor a quedarme yo también con cara de insustancial. Es un tipo de color verde oliva, pelo muy negro con un remolino canoso al lado izquierdo y una sonrisa blanquísima. Eso de entrada. Pero cuando lo vi de verdad al día siguiente del saludo inicial, me llevé un sobresalto extra fuerte. No por sus bellos ojos ni por razones obvias. Es un simple problema metafísico, creoÂ…



Sus ojos de tamaño sobrenatural y de un tono inventado son inesperadamente du déjÅ• vu para mí.



El vecino pakistaní resulta ser la viva estampa de otro hombre compatriota suyo debajo de cuyo paraguas me encontré hace un montón de tiempo, también en Inglaterra, en Londres, Hyde Park, una tarde lluviosa de enero, en el Rincón de los Charlatanes. El sosias, el exacto, el imposible.



Y, sin embargo, desde que lo he visto no puedo dejar de rebobinar carrete. Se llamaba David.



Nunca lo habría podido imaginar antes de la lluvia torrencial y nunca después lo volví a ver. Por miedo. Un miedo terrible. Tenía la belleza del diablo. Me escapé de él a punta de presentimiento. A riesgo de mi alma. Y durante varios meses después del encuentro tuve la sensación de ser vista sin poder ver al voyeurista. No sé, un cierto cosquilleo en la nuca, un escalofrío en la espalda, un balanceo en la cuerda floja. Un susurro en la oscuridad, una presencia imprecisa pero latente.



Me explico: el vecino me ha hecho desanudar sin pretendero el lazo de calabrote que yo creía olvidado, un día de niebla densa casi palpable, envolvente, epicurea. Una de esas nieblas que atraen y repelen.



Con apenas 16 años y un montón de novelas revoloteando en la imaginación pensé que la aventura londinense bien merecía la pena mis venas palpitantes, la zozobra en el estómago, de repente sola ante el peligro, heroína excelsa -pensaba yo- de la mejor novela de Agatha Christie.



No sé cómo se me ocurrió. Yo que siempre he sido miedosa de solemnidad, salí ni más ni menos que a Hyde Park, al lugar del crimen, podríamos decir. Fascinada por los charlatanes, recuerdo que desapareció la niebla y empezó a llover mientras uno de ellos con el torso desnudo enseñaba orgulloso la serpiente tatuada que le envolvía. La cabeza le asomaba un poco mas abajo de la garganta. El charlatán tenia un solo diente en la boca de gestos obscenos y hablar soez.



En Hyde Park cualquier cosa estaba permitida menos insultar a la reina. Me sentía eufórica, en el séptimo cielo viviendo lo que tantas veces había leído. No sé cuanto tiempo estuve bajo la lluvia hasta que me encontré debajo de un paraguas y sentí los ojos de su dueño clavados en la nuca, la respiración pausada de alguien inmeditamente detrás de mi.



Miré y entonces vi los ojos más fantasmagóricos que puedan imaginarse. Medio dorados, medio verdosos, muy claros, enormes, como imanes, las pestañas azuladas y espesas. Recuerdo el tono bajo de la voz y el modo tranquilo y sofisticado de hablar un inglés perfecto diciendome que se llamaba David que era de Pakistán y que me sintiera cómoda debajo de su paraguas.



Pensándolo bien, debo de haberme quedado sin resuello.Me sentía sofocadísima cuando me preguntó el nombre. Le dije que me llamaba Rebecca. Supongo que para completar la fantasía. Y al decirlo tuve la sensación de que en adelante , hasta la hora de volver a casa, yo no sería yo si no mi personaje.



Recuerdo que ese dia me habia puesto falda escocesa en tonos rojos y verdes un jersey de cuello alto verde, casi negro, mocasines burdeos de medio tacón y un abrigo verde bosque con cinturón. Iba peinada como siempre, con coleta de caballo baja, lazo de terciopelo en lugar de elástico y bandolera a juego con los zapatos. Lo cuento porque todo ello es parte de la historia con el desconocido subyugante, desde su paraguas hasta la invitacion al pub The Third Man, en Nelson Square.



Era original, negro riguroso, las mesas ataúdes, los ceniceros calaveras y los camareros, elegidos a cual más guapazo, vestidos de etiqueta en blanco y negro. La música envolvente de la cítara de Antón Karas y su vals del Café de Mozart entraba por los sentidos junto con un cocktail de champagne llamado, muérete, Rebecca. Qué manera de vivir en tercera dimensión. Pero tal cual Cenicienta, el momento de romper el encantamiento y de aterrizar en la realidad inmediata no se hizo esperar mucho.



La hora de llegada a la residencia eran las seis. En Londres y en enero, antes de las cuatro de la tarde, reinaba la noche.





Total que me dejé acompañar por David a la parada del autobús. Ya no llovía pero la niebla espectral había vuelto. Y no me di cuenta que en lugar de quedarse en Londres como correspondía, el extranjero del paraguas había subido conmigo. Sin decir palabra, se sentó a mi lado. Y tuve ganas de dar marcha atrás, de no haberlo encontrado. Pero ya era tarde.



Juro que todavía al escribirlo se me encrespa el espinazo como entonces frente a aquel hombre, ciertamente inquietante. Más que inquietante, diabólico. O eso sentí entre atragantos y misereres. Desapareció la fascinación, se me borró la película, estaba en un cul-de-sac y empecé a acordarme de Jack the Ripper.



Todo mientras pensaba a velocidades vertiginosas cómo deshacerme del acompañante antes de llegar a Wimbledon. Allí tendría que atravesar el Canizzaro Park, muy cerca de las canchas de tenis, entonces desiertas, en pleno bosque y la sola idea me helaba la sangre. A lo lejos se escucharon las cinco campanadas del Big Ben y quedaba mucho camino todavía. David se habia convertido en mi pesadilla.



Nada hacía, sólo mirarme. Era una sombra con ojos que brillaban en la penumbra. Me faltaba el aire y decidí bajar en el primer pueblo conocido y desde allí tomar un taxi. No dije nada. Simplemente esperé hasta el último momento y al mas puro estilo Hitchcock bajé del autobús sin saber cómo lo hice y sin mirar para atrás empecé a correr en lo que creí que era carretera y hacía donde imaginé que había casas al otro lado de los árboles.



Corrí, corrí y corrí, envuelta en niebla, contra las ramas, las faldas remangadas para dar mejor el paso, los tacones hundiéndose en el musgo. No veía nada, ni mi propia mano contra la cara. Nada. Nada más que el olor del miedo, del ambiente amenazante, pisadas en la hierba y el galope tendido de mi propio corazón. En realidad, lo que hice fue adentrarme en un páramo o no se dónde.



Al final, sólo porque Dios es grande, vislumbré una luz que se acercaba. Eran los faros de un vehículo, seguramente. Venía despacio hasta que paró e hizo una maniobra como de entrar en algun portón. Efectivamente, era una carretera y al otro lado habia algunos caserones y un pueblito.



Todo eso lo vi después cuando la policia me llevó hasta Wimbledon. Eran las ocho de la tarde y las monjas desesperadas habian dado parte de desaparición y me buscaban. La coleta y como iba vestida eran los datos que ellos tenian cuando llegué a la comisaría. Huelga decir cómo me recibieron.



Es lo de menos, porque hasta hoy estoy convencida de que me libré por tablas de la belleza del diablo.



Volviendo al vecino de abajo, estoy lejos de admirar sus hermosos y sospechosos ojos dorados. Únicamente, le concedo la gracia de haberme devuelto sin querer o a lo mejor queriendo, quién sabe, un tiempo que había olvidado. Tal vez sea él otro retrato de Dorian Grey.



Cae la tarde, hay murmullo de gaviotas en el Peer.



La casa es un remanso de paz y sus dueños seres luminosos.



El viento, omnipresente en Brighton sobre todo a la noche, me recuerda que antes de bajar el telón por hoy necesito sumergirme en la razón de volver a Inglaterra.



Mas allá de la niebla.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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