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La variante ovoide de la desocupación de la esfera


El título se lo debo al escultor vasco Eduardo Chillida, a propósito de una obra suya que está donde comienza el Campo de Volantín frente al ayuntamiento de Bilbao, Euskadi.



Siempre me ha llamado la atención el nombre. Ese nombre se apodera hoy caprichosamente de la punta de los dedos sobre el teclado intentando seguramente en vano descifrar su enigma.



A propósito del todo y de la nada. A punto se pone una de meterse en camisa de once varas. De sucumbir a la tentación de opinar sobre el mundo extraño, extraño, extraño que nos rodea. Decir extraño es decir poco, es decir algo por no dejar un espacio vacío entre el silencio y la palabra, o por no encontrar en ningún diccionario el calificativo adecuado que sugiera lo que nos está pasando a los habitantes obtusos de la variante esférica incapaces de vaciarla y desintoxicarla. Precisamente hace pocos minutos he recibido el mensaje de una amiga que tiene exquisito sentido del humor y hoy, por ejemplo, manda una frase de Groucho Marx que me da en la yema del gusto y dice así:



La política es el arte de buscar problemas, de encontrarlos, hacer un diagnóstico falso, y aplicar después los remedios equivocados.



A lo mejor es por eso que resulta tan tremendamente aburrido el discurso político global.



Ni siquiera hay líderes carismáticos que entretengan al respetable. Solo hay trepadores de garras afiladas ahuecando el bolsillo para dar cabida a la mercancía, habiéndose vaciado previamente la propia esfera que corona los hombros, de todo parecido con el buen sentir y el mejor querer.



Es un desfile de momias a mocosuena sin distinción de edades, razas, colores y credos a la hora de echar la zarpa al baúl de los tesoros.



Antes de dejar la monserga a quienes viven de ella, recuerdo de pasada a quien fuera primer ministro de Canadá , Pierre Trudeau -o Machiavelo en persona-, pero era fascinante verle y oírle. Literalmente fascinante. A veces recorría la calles de Montreal con capa y sombrero, a lo Greta Garbo, otras veces abría las sesiones del Parlamento citando a Victor Hugo o Rimbaud, mientras trataba de reducir a cenizas el espíritu independentista quebecuá. Y siempre con el clavel en el ojal.



Eligió para casarse después de amores y amoríos sonados, a la mujer de su vida, muchísimos años mas joven que él, hippie y espectacularmente guapa, de rostro muy dulce que recibía a periodistas y Mandatarios sentada sobre la hierba del jardín de su mansión de Primera Dama, coronada de flores, descalza y con faldas hasta los pies.



Pierre Trudeau y Margaret Sinclair, se dieron el mientras caía sobre el país una de la tormentas de invierno más tremendas que haya conocido Canadá. Nadie pudo seguirles la huella. Todo estuvo paralizado durante tres días. Solo las moto-nieves podían circular. Montreal era una ciudad fantasmagórica, blanca como un gran sepulcro de nieve.



Ya no hay líderes carismáticos, decía, ni siquiera parecidos a Pierre Trudeau o Pierre Bourgault en el Norte en que habito normalmente. Y tampoco abundan en otros Continentes por lo que veo con gafas.



Ellos dos, caballeros de florete y estocada certera, estaban en bandos diametralmente opuestos siempre buscando la herida mortal en el contrincante, pero brillaban con luz propia y la defensa apasionada de sus ideas, el manejo del idioma, lo versallesco del gesto, el conocimiento profundo del valor de la palabra o la coherencia política detrás de la arenga, era un regalo para la inteligencia.



Pero conjugar el verbo sucumbir puede resultar atrevido, y no quiero cometer semejante astracanada. Así que vuelvo a Brighton por ahora que sigue envuelto en bruma y sirimiri. Aquí, como en Punta Arenas, reina el viento y uno nunca sabe en qué Estación del año vive ni que moda seguir, quien la siga. Lo que es muy pero que muy relajante, por decir lo menos.



Por cierto, hablando de Punta Arenas.



La primera y última vez que estuve allá me dejó para siempre un sabor agridulce indeleble mucho más dulce que agrio. Por lo bueno y por lo fatal. Como solo puede ocurrir en el fin del mundo. Ni creo que en la vida me volveré a reír tanto mientras me dedicaba a la dolce far niente y a estudiar el texto de mi personaje teatral a estrenar de vuelta a Santiago.



Mi novio, con el que por cierto nos volvimos a casar en Fuerte Bulnes por tercera vez en 13 años, me invitaba un día sí y otro también a degustar las más deliciosas centollas que paladar humano resista con efectos afrodisiácos memorables.



Aún se me hace agua y sal la boca pensando en la carne blanca y gozosa llena de mar.



Pero no es esto lo que quería contar cuando sin querer, Brighton, me ha devuelto a los cielos de Punta Arenas.



Fue durante el rodaje de una película, lagarto, lagarto, de esas que hacen mucho ruido enorme escándalo y al final pasan sin pena ni gloria al olvido.



El caso es que entre las variopintas peripecias que acontecieron en los meses que estuvimos allá, la del íbero extranjero dejóme turulata.



Resulta que una noche estaban reunidos en un restaurante varios de los actores tomando aperitivos antes de cenar. Era tarde. Alguien propuso una partida de Dudo e invitaron a participar a otra extranjera, Iseabail, venida de Escocia a pasar unos días. Era la única mujer que se atrevió a jugar, las demás ya se habían instalado en el piso de abajo para empezar a comer algo y yo me quedé mirando . De modo que veía a la escocesa imaginando que era Joan Woodward rodeada de chicos malos frente a Henry Fonda en la célebre partida de poker. Llevaban un buen rato jugando y pasándolo fenomenal cuando apareció el villano de la película con muchas ínfulas y queriendo incordiar primero por la silla que no tenía y luego con el lugar en la mesa de juego que no había para él. Después posó su mirada vidriosa sobre la inocente doncella.



Y no sé, para mí que se le subió la bilirrubina. A lo mejor la cabellera rojo oscuro de la bella y su desplante gracioso, su constante sonrisa, despertó los instintos carpetovetónicos del recién llegado o a lo mejor venia ya empolvado hasta las cejas, o quizá habría estado agujereándose el tabique de su monumental nariz más que de costumbre, o llegaría albardado. El asunto es que se puso volcánico. Feroz. Entonces ella hizo lo que no debió hacer nunca. Le cedió el puesto. Para que la sangre no llegara al río. Para que la fiesta terminara en paz. Por cortesía.



Fulminando y señalándola con su retorcido y amarillento índice empezó a vomitar improperios. Las palabras más dulces se las dedicó a su madre pasando por Dios y todos los reyes de Escocia. Resoplaba contra Iseabail, pronunciado Ísbel, como un toro con banderillas de fuego, dedicó piropos escatológicos a sus ancestros, a su sangre y maldijo las raíces de toda su estirpe.



-Una pena que Enrique VIII no os cortara la cabeza a todos vosotros, descendientes de María Estuardo – Gritaba fuera de sí. – Puta, reputa. EL hacha eso es lo que mereces-.



Como en los Western, se mascaba la tragedia.



Las que se habían ido a cenar subieron horrorizadas por los gritos y los insultos. Unos miraban al suelo, otros al techo, nadie se movía y ella, la victima inocente, estaba petrificada. .



Nada pasó porque Iseabail, nada quiso que pasara.



Tenía un nudo apretado en el estómago y en la boca hiel, me dijo cuando la acompañe fuera del restaurante. Y temblaba de miedo cuando salimos solas a la calle a respirar profundo. Ella por necesidad y yo porque siempre he sido según mi madre, y es tarde para cambiar,la abogada de las causas perdidas.



El depredador incontinente había llegado al paroxismo del descontrol amparado en la cobardía ambiente y en la convención social. Triste masturbación. Cosas veredes Sancho.



Ä„Ah! Se me olvidaba contar que ningún hombre de los presentes se levantó de la mesa para defender a la extranjera so pretexto de solidaridad gremial y camaraderil a cual más insustancial. Solo un jugador apareció al día siguiente con rosas rojas para Iseabail.



Ella vive en un faro con su amado al borde del Atlántico Norte más arriba de Aberdeen entre la espuma de las olas que se estrellan contra los acantilados.



La belleza del cielo en Punta Arenas es única e infinita. Y como en Brighton, mirando las nubes y el capricho de las formas cambiantes, es una tentación irresistible sumergirse en las profundidades adormecidas y desocupar la propia esfera.



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Begoña Zabala es actriz y reside en Montreal , P. Québec

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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