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Educación: La tensión histórica


El debate en torno a la Educación está candente, sin embargo, hay que reparar que tiene como telón de fondo una tensión histórica que pocos han evidenciado, pero todos sospechan.



Se trata de la confrontación de dos discursos ideológicos, uno de larga data y otro más reciente, que conlleva a la confrontación de dos modelos educativos. Nos referimos a la colisión entre el Estado Docente y la educación privatizada y de libre mercado, para nosotros, el «modelo pinochetista».



El primero nació a la par de la formación de la República en el siglo XIX. El Estado Docente formó la identidad nacional y fue el principal elemento integrador para los gobiernos republicanos; una eficiente herramienta ideológica que cohesionó primero a la élite y más adelante a otros sectores sociales. Se transformó, con el correr de los años, en símbolo de la movilidad social; en él se formó a los burócratas que administraron el Estado y, más tarde, las emergentes clases medias; a principios del siglo XX, con su ampliación y modernización, fueron visibilizados los sectores populares.



El Estado Docente, desde el punto de vista institucional, estaba sustentado en un poder centralizado; un currículo laico, con medidas de selección y evaluación meritocrática; sostenido por un gremio de profesores altamente deliberante en el medio nacional y con poderosa a la hora de movilizarse para conseguir mejoras profesionales.



El Estado Docente, aunque coexistente y tolerante con un sistema privado de educación, privilegiaba la educación pública. Ésta era una estructura integrada y coherente, desde la escuela más aislada de la República hasta el aula universitaria de más excelencia del país.



Aunque en los momentos contemporáneos de la debacle de nuestra democracia, a principios de los ’70, algunos pudieron observar en las movilizaciones por la Reforma Universitaria y la participación de las Feses en la lucha ideológica, como un indicio más del caos y el desorden; no cabe duda que el Estado Docente, con todos sus mitos y símbolos de movilidad social, formaba parte del orden de las cosas entre nuestra población, siendo, además, valorado y respetado.



El intento de la Dictadura Militar, de construir todo a imagen y semejanza de sus contenidos ideológicos, tuvo una expresión precisa en el campo educacional. A contrapelo del prestigio histórico del Estado Docente, se realizaron una serie de transformaciones que intentaron erradicar la antigua institucionalidad.



Así las cosas, la centralidad de la administración educacional fue disgregada en los municipios del país. El presupuesto nacional experimentó una disminución progresiva en materia educacional. El autoritarismo fue una efectiva herramienta para disminuir el poder e influencia de los profesores, sus sueldos sufrieron un retroceso, los demás aspectos de la «carrera docente» fueron dañados con la creciente incorporación de maestros formados en instituciones sin rango universitario.



Los supuestos básicos del modelo pinochetista pueden encontrarse en el espíritu y la letra de la LOCE, promulgada el último día del Gobierno Militar. Allí se puede apreciar el privilegio de la libertad de enseñanza por sobre la calidad de la educación. Pocas precisiones y requisitos, muchos silencios y omisiones permisivas.



El modelo dictatorial está, se supone, inspirado en la competencia, la elección informada y el emprendimiento privado. A su amparo se plagó de colegios particulares, que contaban con financiamiento público. Todos ellos nacidos en medio de una reglamentación débil y flexible, que daba cuenta de un Estado debilitado, reducido a entregar vistos buenos para trámites menores y a «vigilar» la asistencia de los alumnos para pagar las subvenciones.



Uno de los mayores avances de estas políticas educacionales, así lo recuerdan majaderamente los representantes de la derecha, es la ampliación de la cobertura educacional. La incorporación de los privados a la provisión del servicio de educación, entonces, permitió suplir la falta de colegios y liceos.



Sin embargo, una lectura simple de la literatura especializada, cuestiona el juicio anterior. Especialmente respecto a la ventaja que como país tuvimos de contar con un diseño librecambista, poniéndonos en los primeros lugares de la región. En honor a la verdad, nuestra posición en las mediciones de la educación en Latino América tiene una ventaja comparativa desde hace algún tiempo, un piso de logros que ofrecía una superioridad inicial frente a naciones vecinas.



Pero, además, todos los países de la región, en la misma época en que Chile lo experimentó, registraron avances notables en cobertura educacional, incluso aquellos que «carecieron» de una política educacional similar a la legada por Pinochet.



Los Gobiernos de la Concertación intentaron remediar la situación, realizando reformas sustanciales en los presupuestos, especialmente, en cuanto a aumentos salariales de los maestros, infraestructura y, en menor grado, mejoramiento de la gestión y calidad educativa.



Cambios que soslayaron el problema de fondo: la discusión por el tipo de educación y sociedad que queríamos tener. Es cierto que el realismo político no imponía otra agenda. La existencia de un escenario poco proclive a los cambios nos llevó a no enfrentar, la tensión discursiva: la persistencia histórica del Estado Docente versus el legado pinochetista.



Pero el realismo político vino de la mano de la «revolución pingüina». La legitimidad social y política alcanzada por sus demandas creó un escenario en donde hablar de «limitaciones del modelo», de cambios estructurales y urgentes, de terminar con reformas «bálsamos» (que aminoran las dolencias pero no curan la enfermedad); en fin, una realidad política nueva en donde es posible diseñar una nueva institucionalidad educacional, democrática, en donde el Estado, además, cuenta con los recursos adecuados para invertir en el futuro de todos los hijos de este país.



La Presidenta Bachelet ha asumido su rol histórico en este proceso y está creando una institucionalidad que requiere del apoyo de todos, del mismo apoyo que se dio a la movilización de los jóvenes hace un año atrás.



Pero, además del apoyo requiere de la contribución activa de todos, especialmente en las definiciones respecto a qué calidad queremos, cuál es la utilidad que para los alumnos tendrá haber pasado por 12 años mínimos de estudios, en fin, quien define y renueva los parámetros de calidad.



Claro está para nosotros que la resolución de estas preguntas no solucionará la tensión histórica presente en el debate público; quizás si hasta arroje un modelo nuevo, que recoja las ventajas de uno y de otro discurso ideológico; pero esa es una tarea de todos.



Los estudiantes vociferaron lo imperativo de esta tarea, la sociedad en su conjunto legitimó este grito desesperado; el Gobierno ha enviado propuestas que implican una decisión de cambio; es la hora de los parlamentarios y de todos los que nos sentimos representados por ellos, para evacuar una nueva forma de entender nuestra educación, una fórmula que permita hacer una historia diferente.



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Waldo Carrasco. Profesor de Historia y Geografía. Consejero Nacional PPD

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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