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La crisis social que espera a Chile


El neologismo Transantiago quedará registrado en los libros de historia del país, ya que se trata de una singular señal de un fenómeno más complejo: el agotamiento de un modo de hacer política. Lo que inicialmente debió haber sido un producto estrella y símbolo de la preocupación ciudadana, terminará siendo aquella espada de Damocles que marcó el ocaso definitivo de una fórmula cómo las elites han conducido el país desde 1989 en adelante.



Es importante destacar que el Transantiago es un proyecto de modernización que fue ideado por el anterior gobierno y, por lo tanto, su actual colapso no obedece únicamente a los errores de Bachelet y su equipo de trabajo. Por lo mismo, si hay algo que realmente resulta llamativo frente a la crisis del Transantiago, es la relativa calma con que ha reaccionado la población chilena. Basta pensar qué es lo que sucedería en países con una tradición de mayor sublevación popular – como por ejemplo Argentina o Francia -, si es que el gobierno de turno pone en marcha una catastrófica reforma del sistema de transportes.



De lo anterior se pueden sacar dos conclusiones sobre el Chile actual. Primero: las elites que gobiernan el país son menos geniales de lo que ellas piensan y de lo que el mundo ha creído en el último tiempo. Segundo: pese a los cambios culturales que ha experimentado nuestra sociedad en la última década, ésta se distingue por su carácter sumiso. Basta recordar que a fines de los noventa vivimos un invierno con racionamiento eléctrico porque nuestros empresarios no hicieron bien sus cálculos y nuestra políticos reaccionaron tardíamente. Ante tamaña ineptitud no hubo grandes protestas ciudadanas sino que más bien resignación y una baja del consumo interno.



La crisis del Transantiago ha tenido más estragos que la anterior crisis de la electricidad. Síntoma de ello es la reprobación de los medios internacionales. Así, por ejemplo, la revista alemana ‘Der Spiegel’ se refiere al ocaso de Chile como un país modelo en la región latinoamericana. En estricto rigor no se trata de una noticia novedosa. Pues el Transantiago es tan sólo la gota que faltaba para derramar el vaso agua, ya que se trata de una reforma que afecta a la vida cotidiana de la mayoría de la población capitalina y, por lo tanto, su fracaso evidencia que las elites en el poder no tienen la capacidad (¿o acaso el real interés?) en solucionar aquellos problemas que atañen al conjunto de la población.



Sin embargo, para que se pueda hablar del ocaso de un modelo es necesario que emerjan nuevas fuerzas sociales. Los escolares han sido hasta ahora el motor principal. Ellos representan la válvula de escape de un malestar que recorre a la sociedad chilena desde hace larga data. De hecho, las explosiones de violencia que ritualmente emanan una vez al año en el llamado ‘día del joven combatiente’ son el símbolo de una sociedad que está lejos de estar satisfecha con su devenir. Por esto es que la movilización de los escolares no hace más que transformar un malestar latente en uno evidente.



Las elites que han gobernado Chile desde 1989 en adelante se han caracterizado por la generación de consensos. Ciertamente que esta opción se sustentó inicialmente en el deseo ciudadano de un aumento de la paz social. Detrás de este deseo subyace un aprendizaje colectivo frente a dos experiencias traumáticas: la Unidad Popular y la dictadura. A primera vista, pareciera ser que la democracia de los consensos ha traído más efectos positivos que negativos. A contar de 1989 ha existido estabilidad política y un sostenido crecimiento económico. La receta chilena consistiría en un consenso en torno al modelo de desarrollo y la capacidad de lograr acuerdos para conseguir aquellas metas consideradas como necesarias por las elites en el poder.



Pero una de las ironías de la historia radica en que los métodos ideados para un momento determinado dejan der ser eficientes en un segundo estadio. En otras palabras: la primacía de consenso que inicialmente requirió Chile para poder alcanzar gobernabilidad, es el impedimento que en el día de hoy genera malestar y dificulta el buen funcionamiento de la democracia. No en vano, según Max Weber es rídiculo pensar que la democracia se define principalmente por el logro de acuerdos. Cabe más bien pensar lo contrario: una democracia activa, eficiente y operativa requiere un adecuado acopio de conflictos.



Los conflictos son aquellas contraposiciones que permiten al electorado definir sus intereses y organizarse para que su opinión cobre presencia. Por ello, cuando se ocultan los conflictos y constantemente se realizan pactos y reformas de término medio, lo que emerge más bien es aquel estadio postdemocrático descrito por Coulin Crouch o Jacques Rancičre: sociedades sobresatisfechas caracterizadas por una masa pasiva, con escaso interés en la política y que difícilmente puede ser articulada. La moraleja es clara: el exceso de consenso daña la democracia.



Si hay algo que cientistas políticos y sociólogos solemos hacer mal es realizar profecías. Al igual que los médicos, muchas veces podemos hacer diagnósticos e incluso proponer algunos correctivos, pero difícilmente podemos determinar cuándo sucederá una concatenación de hechos que desembocará en un nuevo momento histórico. No obstante, hay una serie de indicios que permiten pensar que el Transantiago es el reflejo de un problema mayor. Y esto sobre todo, porque pese a los cambios ministeriales, la inyección de nuevos recursos y ojalá así el éxito del Transantiago, en la sociedad chilena ha quedado en absoluta evidencia que aquellos que gobiernan desde 1989 en adelante lo han hecho pensando primero en ellos y sólo después en función del beneficio de la mayoría de la población.



El cambio definitivo seguramente estará mediado por la emergencia de aquellos conflictos que hábilmente han sido negociados y ocultados, pero que cada vez resultarán más difíciles de controlar. Por lo mismo que la actual derecha no está capacitada para dar vida a un nuevo contrato político, ya que ella ha sido un actor central en la democracia de los consensos y aún sigue teniendo un oscuro pasado autoritario. Pero quizás justamente ella tiene que llegar al poder, puesto que recién entonces la sociedad despertará de su letargo y por fin comenzarán a emerger nuevas elites que estén dispuestas a tomar más riesgos, se dejen de hacer reformas de medio pelo y elaboren un nuevo tipo de vínculo con la ciudadanía. Vaya diagnóstico. O mejor dicho: la crisis social que espera a Chile.





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Cristóbal Rovira Kaltwasser. Estudiante de Doctorado, Humboldt-Universität zu Berlin (rokaltwc@cms.hu-berlin.de)

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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