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El Cardenal


Si alguien habla de «el Cardenal», así, a secas, cualquier chileno de más de 30 años piensa de inmediato en Raúl Silva Henríquez y en nadie más. Como si fuese el único cardenal con «c» mayúscula, como si todavía estuviera vivo y no hubiese pasado ya casi una década desde que murió, como si ni Jorge Medina ni ningún cocodrilo se hubiese puesto el birrete púrpura después de él.



Este año se cumple un siglo de su nacimiento. Seguramente lo evocarán en actos y lo mencionarán en homilías, seguramente Canal 13 le dedicará un especial en alguna hora dominical de baja audiencia, la Universidad Católica estrenará algún monolito y monseñor Errázuriz encabezará una que otra procesión en su memoria. Pero no estarán contentos, ay, no lo harán dichosos porque el rostro de Silva Henríquez es para ellos el rostro del escarnio, el recordatorio de todo eso que fueron traicionando, poco a poco, gota a gota, como si nadie se dieran cuenta, como si nada hubiera quedado registrado.



Silva Henríquez fue un personaje descomunal, testigo y protagonista decisivo de la segunda mitad del siglo XX. Participó en los más intensos debates de la Guerra Fría, discutió con Fidel Castro y con John Kennedy, jugó un rol determinante como cabeza simbólica de la iglesia latinoamericana en el Concilio Vaticano II, el gran momento de diálogo de la iglesia con la modernidad (1962-1965). El momento crucial de su vida llegó cuando Pinochet dio su golpe y él se le puso al frente, cara a cara. ¿Cuántos cientos de miles de chilenos le deben la vida? ¿Cuántos pudieron rescatar, a través de él, su propia dignidad?



Creó el Comité Pro Paz y más tarde la Vicaría de la Solidaridad para acoger a los perseguidos, la Academia de Humanismo Cristiano para enfrentar el control a las universidades, la Pastoral Obrera frente a la desaparición de la libertad sindical, y las revistas Análisis y Solidaridad ante las restricciones a la libertad de expresión. Una tarde lloró: cuando a fines de 1973 visitó a los prisioneros del Estadio Nacional. Fue extorsionado y amenazado de muerte decenas de veces, obligado a renunciar al cargo de Gran Canciller de la Universidad Católica, insultado y descalificado una y otra vez por la prensa.



Nacido en 1907, hijo número 16 entre 19 hermanos de una familia talquina de clase media, dicen que tenía un poderoso sentido del humor y que fue siempre desconfiado, cascarrabias, amante de la buena mesa y conservador en lo valórico. Tan fuerte fue su impronta que cuando volvió la democracia, en 1990, le ofrecieron ser candidato a Presidente para aunar al conjunto de la oposición, lo que rehusó, sinceramente sorprendido, como tampoco quiso más tarde presidir la que con el tiempo se convertiría en la Comisión Rettig. «No ignoro que en numerosas ocasiones pude ser una figura polémica, y he pedido perdón por ello», le confesó al periodista Ascanio Cavallo, ya retirado, en una comunidad llamada Los Pescadores, dedicado a cuidar niños pobres. «Viví tiempos difíciles, y no sería justo decir que siempre supe que sería así. Fui testigo y actor de unos sucesos que quizá hubiese preferido no ver, y la incapacidad para impedir que ellos dañaran a la gente más débil, a los humildes y a los desamparados, laceró muchas de mis noches. No he sido un testigo pasivo, lo sé».



Hoy llevan su nombre un policlínico de Renca, una cooperativa de Punta Arenas, un centro de madres en una calle de tierra en Peñaflor, un campamento en La Pintana, una barcaza en Chiloé, un lanchón en San Antonio, un hogar de menores, un jardín infantil, una sentamiento campesino, una confitería de la calle Meiggs, una panadería, una universidad, una avenida en Lo Espejo y un equipo de fútbol de niños.



Otros no lo recuerdan: no quieren recordar su propia vergüenza.



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Pablo Azócar. Escritor y periodista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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