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Santiago: Capital bicentenaria


Al aproximarnos al año del bicentenario de nuestra República, es bueno y necesario que nuestra generación revise lo que ha sido el decurso de los distintos ámbitos de la vida nacional. En nuestro caso, no se trata, por cierto, de pretender un análisis urbanístico, estético o arquitectural de esta ciudad sino más bien de plasmar una «experiencia», aquella de habitar una ciudad y, al mismo tiempo, ser habitado por ella.



Pensamos que la mayoría de los problemas que nos relatan los noticieros constituyen, en gran medida, los problemas culturales y antropológicos de la gran urbe: delincuencia, transporte público, contaminación, violencia y estrés, entre otras. La política, tal y como se la entiende en Chile, es decir de manera «preformativa» y con énfasis económico, resulta ser una respuesta reduccionista y mecánica que no sirve para esclarecer la profundidad y el alcance de los malestares de esta modernización. El Transantiago es apenas la punta del iceberg.



Los paisajes que nos interesan, ciertamente, son los «nuestros», incierto posesivo que, no obstante, nos dice algo. Poseemos paisajes en cuanto hemos habitado y crecido en ellos, los paisajes nos habitan, están inscritos en nuestra memoria, son parte de aquello que somos. Lo «nuestro» es, pues, nuestro entorno geográfico y humano, pero y sobre todo es tiempo cristalizado en el recuerdo, «nuestro tiempo». Un país, una ciudad, una localidad, un barrio, aquella esquina, el olor a tierra mojada cada atardecer.



Hacia fines del siglo XIX, la sociología alemana concibió ya la ciudad como epicentro de la modernidad. La ciudad es el lugar de la experiencia moderna, con sus flujos en constante movimiento, es éste el lugar que define un espacio público y un espacio doméstico. A más de un siglo de distancia, resulta interesante observar el Santiago que se nos oculta, literalmente, detrás de la bruma y el esmog.



En cuanto lugar de la experiencia de la modernidad, Santiago hace coincidir los flujos de la vida cotidiana con sus ritmos intrínsecos, la modernidad son masas en movimiento. Contra el credo liberal, habría que recordar que el individuo sólo posee sentido recortando su silueta contra esa matriz que es la masa urbana. Santiago es una ciudad de masas individualizadas.



Como toda ciudad, Santiago delata nuestra historia. No estamos hablando de espacios patrimoniales o folclóricos, ni siquiera de monumentos. La ciudad capital nos muestra el tejido social que la compone en sus compartimentos diferenciados, barrios residenciales, avenidas, cités y poblaciones: como en una radiografía sus paisajes variopintos nos muestran los hojaldres de la estratificación social.



Si hay algo sorprendente y escandaloso, que sin embargo ha sido naturalizado por todos, es la tendencia perversa a construir ciudadelas amuralladas al interior de la ciudad. Barrios exclusivos con guardias privados se erigen como expresión última del «apartheid» social y cultural. Santiago es una ciudad segregada entre los que todo tienen y aquellos menesterosos privados de horizonte alguno. En las últimas décadas, el contraste lejos de atenuarse se ha acrecentado, yuxtaponiendo, como en un «collage» dadaísta, una asfaltada carretera con racimos de diminutas casuchas de madera colgando en el abismo, al borde de un río que hiede. Santiago es una ciudad que hiede a injusticia y a contaminación.





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Si me dicen que es absurdo hablar así de quien nunca ha existido, respondo que tampoco tengo pruebas de que Lisboa haya existido alguna vez, o yo que escribo, o cualquier cosa donde quiera que sea.



Álvaro Cuadra. Investigador y consultor en comunicaciones /IDEES

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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