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I love you William, te quiero June


El ventanal de la habitación donde dormimos -no duermo sola- da a un jardín galés con aroma de lavanda, de miosotis, de rosas color champagne. Hay también perales, manzanos, nogales. Hay arbustos de hojas frescas siempre húmedas como recién nacidas. Hay tórtolas, búhos sorprendidos, y zorros deambulando por si acaso cae alguna gallina atolondrada, un conejo o cualquier otro aperitivo sustancioso. El jardín está rodeado de frondosos bosques que desembocan en un acantilado enclavado en el mar de Irlanda.



Nuestros anfitriones son vetustos. A simple vista se podría pensar que están a punto de derrumbe. Él podría pertenecer a un pasado más remoto que los años permitidos después de los cien a juzgar por su semblante surcado por arrugas talladas a cincel, su ademán, su halo y hasta su aroma de pieza de colección.



Ella, por suerte para mí, se parece a Miss Maple, como dos gotas de agua. Tiene el pelo blanco, unos ojillos que cuando se ríe desaparecen entre arrugas pícaras y sobre todo posee la gracia de interrogar al último aparecido con la misma familiaridad como si fueran uña y carne de toda la vida. Digo por suerte para mí porque desde que he llegado a estos parajes todo es un regalo para la imaginación, una fuerza telúrica.



Me he enterado que el vecino, que suele venir a buscar la leche recién ordeñada, hizo una casita entre las ramas centenarias de un castaño para sus hijos, cuando eran pequeños. Ahora él y su mujer viven solos. También dicen las malas lenguas que, a pesar de lo mucho que presume de su Gales natal, no parecen independentistas y que tampoco se definen como ingleses. Hay que tener mucho cuidado, concluyen los lugareños, porque son extraños, y se parecen demasiado a los hombres de Smiley.



Hemos coincidido un par de veces alrededor de la chimenea a la hora del té, porque aquí el verano es sólo un referente. El sol desganado y debilucho solo asoma de vez en cuando para hacer acto de presencia… Mejor. Podría vivir entre brumas, agua, viento y tormentas el resto de la vida.



Decir que el paisaje galés posee una belleza irreal que flota en el misterio, es poco. Tiene profundidad espiritual e invita a la contemplación.



Al atardecer, sus doscientos habitantes se recogen, echan las cortinas y empieza la hora de las confidencias, de los secretos bien guardados, de los amores clandestinos o de las intrigas.



Una pareja de escoceses que viven no muy lejos de nuestra casa hacen pensar en Macbeth, aunque aparentemente nada tendrían que ver con semejante tragedia y todo sea producto de la imaginación. Pero algo en los dos llama la atención. Quizá sea una sutil pincelada, un dominio subyacente de ella envuelto en exquisitos modales, la mirada alizarina y huidiza de él simulando un despiste acomodaticio mientras transforma el simple saludo en la más despiadada radiografía, el modo inseguro de hablar mirando a su esposa como pidiendo la venia, el puesto laboral que ocupaba, el laberinto anímico que se le adivina. Cuánta sabiduría y cuánta exactitud encierran los personajes de William Shakespeare, sus retratos más que perfectos de las grandezas y miserias que llevamos a cuestas.



Y así, sin buscarlo y sin pretenderlo, el pasado vivido en Inglaterra in illo tempore vuelve de las muchas hojas escritas, estaciones del alma y atmósferas que nunca más se volverían a repetir. Y que ahora, después de pasearme por los paisajes donde antaño estuve, quisiera recuperar del fuego, la memoria quemada junto con las entradas de un teatro-cine en Wimbledon, donde todos los días pasaban las obras de Shakespeare en sesión continua entre el mediodía y las seis de la tarde. Nunca falté en los casi dos años que estuve.



La tarea del acomodador era llenar las tres primeras filas del teatro para que la función comenzara en punto, pero nada empezaba mientras no se cumpliera el ritual. Aquél hombre al que sólo le faltaba el sombrero de copa porque con capa andaba, era implacable. Todos los días sin dejar uno, bajaban una pantalla decimonónica y jamás cambiaban de repertorio. Se me fueron quedando réplicas y más réplicas de Julieta, Desdemona, Ofelia.



Desde entonces resuenan, inolvidables.



Hermosísimas palabras de tiempos pretéritos que todavía vibran con fuerza en mí.



Lapsus.



Decía que la sala era chiquita y se llenaba pronto. Estaba tapizada entera en color granate con grecas doradas y el palco sólo se abría para las funciones de teatro .



Tan cerquísima de la pantalla estábamos que resultaba un placer a fin de cuentas estar viendo al tremebundo pero no menos erotizante Ricardo III, a punto de hundir la daga en nuestras entonces virginales entrañas, o sentir en la boca la pasión del beso de Gloucester a The Lady Ann inmediatamente después del funeral de su esposo Eduardo, príncipe de Gales , asesinado por Ricardo.



Nunca me cansé de ver a Laurence Olivier Y cuando hizo King Lear a los 75 años, me sedujo más que nunca. Cómo no desear haber sido Cordelia entre sus brazos.



Al cine de Wimbledon solía venir conmigo una amiga de Liverpool y compañera de teatro que se llamaba June.



Y puesta a revolver las grasas quiero rescatarla de mi inquisición personal.



Porque June, nombre inventado por supuesto, era de por sí un poema de mujer. Se había enamorado hasta el tuétano de Paul McCartney. Se peinaba como él. Tenía su mismo acento al hablar. Pero su pasión estaba más allá de toda expectativa. Se lo tomó muy a pecho y sorbía los vientos por su amor. Y como las monjas no nos dejaban salir solas a la noche, en justa retribución por lo del teatro, tenía que acompañar a mi amiga al London Palladium donde comenzaban a presentarse Cliff Richard and the Shadows, The Rolling Stones, Cilla Black, The Beatles. Y hacían estragos. El guaperas de verdad, el más resultón era George Harrison. John, Ringo y Paul estaban aún en el primer hervor. Otra cosa era la música.



Me gustaría decir, como June, que Paul me miró a los ojos entre las miles de admiradoras. Pero no fue así. Tampoco a ella. Una cosa es haber visto a los chicos de Liverpool y otra muy distinta, conocerles.



Creo haber asistido a todos los conciertos donde invariablemente June se ponía en trance, en éxtasis, y dando un alarido después de muchos llantos y sollozos, caía al suelo semi-desmayada, semi-orgásmica.



La primera vez que la vi mesarse los cabellos llorando y gritando Paul, Paul, me dio un ataque de risa aunque, ahora pienso que bien pudo ser un ataque de nervios del impacto al verla poseída por su compatriota de Liverpool. Después me acostumbré.



Una vez volviendo a casa agitada todavía después de uno de sus desahogos fenomenales, le pregunté en la mala hora porqué se ponía tan fuera de sí, tan alterada, porqué gritaba de esa manera, qué sentía al ver a Paul.



En mi afán de consolarla y hacer que volviera a la realidad camino a casa, le dije que un amor tan imposible no podría más que hacerla sufrir. Y que no fuera masoquista.



Me miró fulminante como si le hubiese mentado la madre.



Me acusó de poco comprensiva, de cruel de insensible y sobre todo de frígida. Frígida. Qué original ocurrencia.



Y para colmo esa noche, después del concierto, al tomar el metro hasta la parada del autobús nos encontramos con la gota que seguramente desbordó el vaso de las dos.



Era tarde, y las escaleras mecánicas interminablemente largas que bajaban al andén parecían conducir al averno. En el fondo un hombre con gabardina, sombrero hongo y plantado muy quieto, demasiado quieto me llenó de miedo. Como iba la primera sentí la necesidad nada solidaria de darme la media vuelta. Eso hice y eso le dije a mi amiga que hiciera. Pero las escaleras bajaban y subir no fué fácil sobre todo cuando el pánico paraliza las piernas.



Logré después de grandes esfuerzos colocarme la última varios escalones más arriba y desde allí vi que debajo de la gabardina el caballero impávido estaba luciendo sus atributos en pie de guerra, desnudo, agarrando a dos manos las barandillas de la estrechísima escalera.



Sentía las rodillas como castañuelas. Había que llegar al final de los peldaños. Ya no daba tiempo a escapar; imposible.



Total, ocurrió algo inesperado. El hombre quitó las manos, y al pasar hizo una reverencia a la antigua usanza, sombrero en mano y lanza en ristre.



Es de suponer que allí se quedó merodeando quizá en busca de alguna víctima propiciatoria más apetecible que nosotras, o más sola, porque en la huída, no miramos atrás.



June se enfadó mucho y ni ella me acompañó más al cine ni yo a ella a ver a los Beatles al London Palladium. La mala uva le duró cantidad de tiempo. Pero era salerosa y buena. En realidad nunca me perdonó el desaire de no haber perdido los quilates al son de I want to hold your hand.



Por esos recuerdos, donde estés, te quiero June.



A la luz de las velas, en la quietud de la noche, en un pueblecito de Gales, lejísimos del mundanal ruido, el tiempo no tiene edad.



Mañana, que será otro día, antes de volar a diferentes lares, quiero volver a Stratford on Avon con mi actor incomparable y sentarnos los dos a la mesa en casa del autor de Hamlet.



I love you William!



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Begoña Zabala es actriz y reside en Montreal, P.Q.




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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