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La disyuntiva


Hace un par de meses circuló un documento titulado La disyuntiva, escrito por un grupo de dirigentes de la Concertación, en el que se critica la decisión de lanzar el Transantiago con criterios básicamente financieros y sin hacer una sola consulta a los propios usuarios. Entre otras cosas, el documento de veinte páginas reivindica además una cierta idea de servicio público. «Aunque en retroceso en el mundo, el enfoque neoliberal mantiene en Chile y al interior de la Concertación una notable influencia», sostiene.



Como ha sido la norma en estos años, nadie comentó nada, casi. El ninguneo fue abrumador. El asunto, sencillamente, se ignoró. Los noticieros de la televisión siguieron pegados en su obsesión siquiátrica sobre la delincuencia, y los suplementos de reportajes y las secciones políticas de los diarios apenas lo mencionaron, enfrascados en la disputa entre tal y cual ministro, o las declaraciones rimbombantes de fulano, o la maniobra de merengano.



Es impresionante. El ejercicio político se enquistó en el área chica, y nadie quiere salir de allí.



Hace un mes pareció que asomaba algo de saludable debate cuando el ex Presidente Eduardo Frei planteó que el Transantiago debía ser estatizado, o por lo menos manejado con criterios de Estado, como ocurre con el transporte público en todas las principales ciudades del mundo. La reacción fue la invariable en estos años de plomo: el silencio, o la caricatura, o el sarcasmo de pares y analistas. Para peor, poco después nos fuimos dando cuenta de que parece que Frei lo que en realidad buscaba era salir de los lugares de abajo en las encuestas, «reperfilarse» para una nueva carrera presidencial. Cuando pensábamos que por fin un pez gordo hacía planteamientos de fondo y de peso, resulta que era el mismo bolero de siempre: el cálculo cicatero, la chaucha del día a día, el pensamiento débil, el marketeo sin sustancia, la política liviana y el show debe continuar.



En su magnífico libro Nueva crónica de la transición (LOM, 2006), Rafael Otano nos incita a pensar que tal vez la crisis del gobierno de Bachelet no sea para tanto, o cuando menos no tan melodramática, porque él nos recuerda con precisión y pluma fina que enconadas disputas internas y problemas severos de conducción política hubo desde siempre y en muchos momentos durante la transición. Nadie lo supo, sin embargo, porque el libro fue recibido con el silencio tradicional frente a las voces disonantes (con la única excepción del historiador Alfredo Jocelyn-Holt), nuestros brillantes analistas no tenían tiempo para esas cosas, por favor, concentrados como estaban en lecturas tan profundas como la del oportunista Max Marambio.



Podemos estar de acuerdo o en desacuerdo con La disyuntiva, con Frei, con Otano o con quien sea. Da lo mismo. Bastaría con que nos atreviéramos a ponerlos arriba de la mesa. ¿Es mucho pedir? Lo que hay es un terrible, un lacerante miedo a debatir. Si alguien plantea una idea un poquito distinta, de inmediato es considerado un agresor. Si alguien se sale ligeramente de la fila, es impugnado como traidor, como resentido, como envidioso, como nostálgico o como lo que sea. Si alguien osa preguntar por las ganancias de las AFPs o las isapres, por ejemplo, enseguida es acusado de estar contra el emprendimiento, el empleo y el desarrollo del país. Si alguien intenta discutir sobre el rol de Estado, le clavan de inmediato la etiqueta de ser un defensor de aquel Estado desmesurado e ineficiente del siglo pasado.



«El pensamiento único había condenado la política. Había profetizado su caída imparable frente a los mercados, las multinacionales, Internet. La caída del Muro de Berlín pareció anunciar el fin de la Historia y la disolución de la política en el mercado. Ä„Pero la política retorna! Ä„Retorna en todo el mundo! Dieciocho años después, todos sabemos que la política no ha terminado, que es y será siempre trágica pero no puede desaparecer porque los hombres de hoy sienten una necesidad de política como rara vez se había visto desde la Segunda Guerra Mundial».



El párrafo anterior no es de ningún izquierdista ni de un nostálgico de la Ilustración. Su autor es un conservador de tomo y lomo, el nuevo Presidente francés Nicolas Sarkozy. Uno puede estar a favor o en contra de Sarkozy. Uno puede criticar su dureza brutal cuando fue ministro del Interior, o sus diatribas contra los inmigrantes, o su alianza inminente con el clan mafioso de Washington. Pero nadie puede negar que llegó a la Presidencia con un discurso auténticamente de Estado, con el peso de las ideas, y así derrotó de un plumazo a nuestra entrañable y tan cercana amiga Ségolčne.



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Pablo Azócar. Periodista y escritor

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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