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La sombra del samurai contumaz


En el Japón medieval, los samuráis deshonrados por sus aldeas de origen se hacían el harakiri en silencio para salvar la reputación de las nuevas generaciones de samuráis.



Alejarse del mundo de los vivos y de los ritos seculares de la comarca para suicidarse en silencio era el último recurso que le quedaba a un guerrero en proceso de degeneración física y espiritual. Sus antiguos correligionarios de armas no solidarizaban con él sino que le exigían borrarse del escenario de la vida para evitar que se levantara más polvo en torno a sus oscuros pasados.



Era la única manera de lavar las infamias cometidas en período de obediencia a un señor indigno, muerto, en fuga o ejecutado.



El samurai decadente que permanecía pegado a la tierra gesticulando y lamentándose era ostracizado por sus pares samuráis en la cultura marcial del Japón antes del siglo XVIII (anterior al período Bakumatsu).



Al samurai deshonrado no se le socorría porque era un signo evidente de cobardía el hacer aspavientos y aferrarse al deshonor. Las noches negras de los recuerdos de la ignominia se hacían presentes de manera torcida y rugiente cuando una porción del pasado había sido sentenciado y condenado como un mundo de la infamia y de los horrores.



Otras batallas vendrían donde nuevamente los guerreros tendrían que probarse.



Pero siempre quedaba la duda y el infortunio de la cual el hombre está hecho, a saber si los samurais vivos continuarían con el ciclo de la desdicha, cometiendo los mismos errores, o armados esta vez con el escudo simbólico del código severo del Bushido, serían capaces de salvaguardar el honor del guerrero. Estaba por verse si sabrían evitar las trampas que las almas errantes de algunos samuráis muertos-vivos y cobardes les tenderían para atraerlos a los valles negros y a las aldeas habitadas por seres malvados con armas corroídas por la sangre derramada.



Los amaneceres con sus trinos invitaban a continuar con la trama de la vida entre la Tierra y el Cielo. Pero, para calmar las angustias del devenir se necesitaba ver la fortaleza de los espíritus y la claridad de las palabras.



Para evitar que los samuráis cobardes y decadentes erraran como almas en pena confundiendo a los jóvenes samuráis, los viejos samuráis sobre cuyas cabezas planeaba también el oprobio y la sospecha tenían que elegir entre la vida en la comunidad de la aldea, o la complicidad con la figura sombría del malhechor en desgracia.



En las noches de luna, en vez de invocar el nombre del samurai deshonesto se exorcizaban los lugares donde éste vivió. Se lo hacía con cánticos y loas a la vida en común con los habitantes de la comarca. Los murmullos ritmados elogiaban las manos del labrador y la rectitud del hombre de bien evitando incluso mencionar las batallas consideradas heroicas, pero sin negar que la vida divide y opone a los unos contra los otros. Por todos los medios, los samuráis sobrevivientes querían separar aguas entre el samurai cobarde y sanguinario y la figura ideal del guerrero educado en el honor recto y compasivo.



Al amanecer, los samuráis honestos y aquellos bajo sospecha pero que querían recuperar el reconocimiento y algo de la dignidad mancillada, esparcían armas en las guaridas donde se suponía merodeaba la sombra errante del samurai en contumacia, para indicarle el camino de la autoeliminación elegante; con filo de hierro.



Pero, si después de un corto período de tiempo éste no contaba con apoyo real en la comunidad de origen; si ningún ingenuo lo seguía en una loca aventura guerrera y, si sólo lo apoyaban los murmullos sordos de quienes denostaban contra la sabiduría de los justos que lo habían condenado al oprobio, al samurai cobarde no le quedaba otra alternativa que morir de hambre, como un perro, o dirigirse solo, sin escoltas, en cuerpo y alma, al medio de la aldea y allí abrirse el vientre con un sable de… madera afilado… (el sable de madera era el de los juegos de niños, algo así como el yatagán en los cadetes o alférez del Ejército de Chile).



Los restos del samurai contumaz serían esparcidos al viento para evitar que las fieras se contaminaran.



(Cualquier parecido con la realidad es un efecto deseado).



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Leopoldo Lavín Mujica, Profesor de filosofía del Collčge de Limoilou, Quebec, Canadá.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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