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Editorial: Un cierto olor a apartheid


En Chile, se encuentran tan naturalizadas ciertas desigualdades sociales, que resultan casi invisibles para el común de la población. Lo malo es que la democracia de bajo perfil que tenemos, evidentemente no nos ha devuelto la vista hacia esas ingratas realidades. Seguimos viviendo en una sociedad abusiva en que se da por descontado, sin mayor escándalo, que funcionan diversos estatutos de ciudadanía. Puede ser que se hayan arreglado ciertos excesos puntuales, pero la estructura más profunda y la matriz discriminadora quedan, en los hechos, intactas. Persisten como el estado natural de las cosas.



En ese escenario de desigualdades impunemente flagrantes, las instituciones públicas quedan entrampadas en un perverso juego: se ven obligadas a instalar un discurso de buenos sentimientos en que el Estado aparece como el refugio de los "pobres", es decir, de los ciudadanos de última categoría. Según esta visión paternalista, muchos servicios básicos no se diseñan para la generalidad ciudadana, como en las democracias de verdad, sino para los sectores carenciales. Se ofrecen casi como concesión graciosa hacia los más desvalidos y, por supuesto, se perfilan desde una exigencia de calidad mucho menor.



El actual sistema educativo fiscal responde a esta anacrónica filosofía. El asistir a las escuelas y liceos municipales significa de ordinario la pertenencia al grupo de los perdedores, constituido en una especie de ghetto. Lejos del proyecto republicano de una educación normalizadora que integra a alumnos de diversas clases e ideologías, nos encontramos con un servicio destinado, por su falta de recursos y por su desprestigio social, a los descolgados del modelo. La rebelión de los "pingüinos" lo que hizo fue precisamente gritar que el rey está desnudo. Como en el cuento de los hermanos Grimm, fueron los niños los que descubrieron la evidente verdad de una educación pública discriminada que la torpe sabiduría de los adultos responsables no había querido denunciar.



Parecida situación de ghetto se produce, por ejemplo, en la gran masa de los subcontratados, en los vecinos de barrios invivibles, en los jóvenes y viejos más desfavorecidos, en los internos de unas cárceles públicas indignas: una sociedad tan enriquecida con unas realidades sociales tan segregadoras.



Ahora el ministro Cortázar nos repite que el Transantiago no es para las personas "acomodadas". Ellas ya tienen sus autos y autopistas que les ahorran los disgustos del transporte general. El Transantiago, según se deduce de las declaraciones del secretario de Estado, no fue pensado para el conjunto de la ciudadanía, sino para gente de recursos medios y bajos. La locomoción colectiva, sería una cosa de "nanas", "gente de trabajo", "escolares", "días sin auto". De nuevo la idea del ghetto, de la segregación en nombre de un Estado pretendidamente benévolo.



Se llega por los distintos caminos al mismo punto: Chile es una sociedad deliberadamente fracturada, que vive, sin querer saberlo del todo, sumergida hasta la orejas en diversas y sutiles formas de apartheid.



Con estas prácticas nuestro país podrá llegar a la predemocracia, semidemocracia, cuasidemocracia o parademocracia, pero, desde luego, nunca a una democracia homologable y decorosa. Esta exige unas instituciones y servicios públicos que sean cohesionadores y articuladores de toda la ciudadanía y no destinados a legitimar las viejas pautas de la exclusión.

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