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Las «luchas» contra la desigualdad y la pobreza


(Del embrujo tecnocrático al lenguaje de las mayorías)



La tecnocracia, esto es, aquella disposición seductora que mandata a la técnica para que configure los fines de los actores políticos, al margen de las pasiones e indeseados conflictos a menudo protagonizados por éstos últimos, se asienta – vale reconocerlo – no sólo entre los muros añosos del Ministerio de Hacienda, como pudiese equivocadamente pensarse tras el capítulo del Transantiago. Mas aún, ella es perceptible, aunque solapada, en las opiniones y actuaciones de muchos de los protagonistas de la llamada esfera pública, quiénes embelesados por el embrujo tecnicista, tienden a ignorar a todo aquél que practique un lenguaje diferente.



Un lugar privilegiado para observar la puesta en escena de dicha disposición tecnocrática ha sido el reciente debate en torno a la disminución de la pobreza y la desigualdad. El enojo de un ex-Presidente fue si se quiere, el punta pie mediático de la polémica. Un Lagos desencajado no lograba comprender como alguien osaba no advertir los logros de la lucha contra la pobreza alcanzados durante su gobierno, destacando en su lugar la molesta (para él, por cierto) denuncia de corrupción.



A reglón seguido, devino la encuesta Casen y el entusiasmo de sus gestores que destacaban que no sólo la pobreza sino también la desigualdad -a lo menos en los quintiles medios- habían por fin disminuido. Una derecha ansiosa quiso aguar la fiesta, y acudió desprolijamente a lo que en tecnocracia está prohibido cuestionar: puso en duda la metodología. Advertida de los peligros en cierne, pronto retrocedió (al margen de algunos como Felipe Larrain que aún insisten, aunque con cuidado, en ello), dejando el debate inerte. La tecnocracia parecía haber impuesto sus límites.



Es que cuestionar la metodología de la encuesta Casen no es – convengamos – un problema técnico, sino político, y de proporciones. Supone abrir una caja de Pandora que conviene para muchos en verdad mantener con siete llaves, pues devela el «tipo» de lucha que desde la clase política se esta dando en contra de la pobreza y la desigualdad en Chile.



Conviene en esto ser preciso. Lo verdaderamente relevante no está en demandar – como lo ha hecho la derecha – adjetivas alteraciones metodológicas que disputen los márgenes de los resultados obtenidos por una encuesta como la Casen -algo en verdad tolerable-, sino en abrir un cuestionamiento sobre las definiciones y omisiones de los conceptos centrales usados en dicho instrumento. En otras palabras, el punto no está en criticar que la canasta de alimento usada para calcular la línea de la pobreza sea aún la del período 1987-1988! (de alta incidencia en los resultados, por cierto), sino en cuestionar el concepto mismo de pobreza usado en tal medición.



Lo que cabe por tanto interrogarse es ¿qué fuerza ineludible o qué objetividad auto evidente hace inapelable que consideremos pobres sólo a los que viven con menos de $43.712 pesos mensuales (o $66.388 con una canasta corregida)?. Mas aún, ¿qué mandato técnico hace que excluyamos otros conceptos probablemente menos arbitrarios, como el de la precariedad? Aquél que define no a los que son incapaces de (sobre) vivir con sus ingresos como ocurre con los pobres, sino a los que viven de ellos pero muriendo cada día para obtenerlos. ¿No es ésta acaso la principal forma de «condición social» imperante hoy en día en sociedades como la nuestra?. Una condición que el saber popular, debido a su intuición anclada en la realidad, reconoce con mucha más astucia que los técnicos palaciegos y de oposición, y denomina coloquial pero no menos dramáticamente como «el vivir al tres y al cuatro».



Pero por fortuna, cabe advertir, no es sólo el establishment quién define el tipo de lucha que se da en un país como el nuestro en pos de la justicia social, – llamémosla así con el permiso de los tecnócratas. Mas allá de las transformaciones estructurales de nuestra sociedad, celebrada por algunos como el devenir de una indiferenciada y líquida marea de consumidores, lo cierto es que aún se expresan con fuerza -para quien los quiera ver- actores sociales que desde sus luchas particulares bregan por establecer horizontes y sentidos alternativos que definan lo que se entiende por una sociedad más igualitaria.

Y no sólo son los estudiantes quienes, desde su revolución pingüina hasta la reciente toma de la casa central de la Universidad de Chile (el «cerramos las puertas para abrir la Universidad», como asertivamente nos indicara el presidente de la FECH), han venido bregando por asentar dicha ruta. También han sido los trabajadores subcontratistas -la clase trabajadora de tiempos neoliberales para arriesgar un término provocativo- los que se han expresado nítida y para algunos amenazante en dicha dirección, en los recientes conflictos de Celco y Codelco (este último en curso) que observamos este año.



Frente a ello, la clase política, azuzada por sus fantasmas, sólo logra articular una condena abstracta a la violencia y un llamado etéreo al consenso social -a cuidar la gobernabilidad como nos dice Frei-, sin advertir que lo que se está expresando es un grito desencajado por dotar de un nuevo sentido a la lucha contra la desigualdad y la pobreza que a diario se anuncia desde la tribunas oficiales ¿O no es acaso una lucha en contra de la precariedad la que vemos radicalmente expresada en las masivas manifestaciones de las huelgas de los trabajadores subcontratistas forestales y de la minería del cobre?



Pues bien, advirtámoslo por fin, los peligros de la disposición tecnocrática no se asientan sólo en que se pueda repetir un «Transantiago», imaginada como una conspiración gestada por los «técnicos» (Velasco y Cía.), si no en que ella -la tecnocracia- logre afectar con su embrujo -como de hecho ocurre- a gran parte del debate público, y lo lleve a ignorar a los que verdaderamente deberían contribuir a establecer los fines de la sociedad en que queremos vivir.
Un embrujo que nos convierte en espectadores, condenados sólo a observar los berrinches de quién defiende los logros técnicos de su gobierno como un fin en sí mismo, o a escuchar como los especialistas definen que parámetros son los que deciden el que dejemos de ser una sociedad pobre, desigual o subdesarrollada, -los fuegos de artificios de nuestra limitada esfera pública.



En definitiva, una extendida disposición tecnocráctica amenaza con pasar por alto el hecho de que los que verdaderamente importan están hablando ya hace tiempo, en su propio lenguaje, que cual clamor parece indicar un nuevo sentido de la justicia social en Chile. Ä„Y a buena hora!





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Ricardo Camargo es Abogado y Master en Ciencia Política (U. de Chile), Master of International Studies (University of Otago, New Zealand), Candidato a Doctor en Politics (University of Sheffield, United Kingdom) y Honorary Fellow del Political Economy Research Centre, University of Sheffield.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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