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Palabras sublunares


Diarios de vida ha escrito muchísima gente. Reflexiones acerca de la muerte abundan en la historia de la literatura. Pero es bastante inusual dar con la bitácora diaria del desahuciado que no se limita al lamento; que al saber que la muerte está ahí, pisándole los talones, los pulmones, la rutina, la garganta y el genio, empieza a redactar una suerte de epitafio dilatado en sus ratos libres (que son casi todos sus ratos, en verdad), en el límite, rabioso, melancólico, sarcástico, y termina cuatro meses y doce días después sólo porque el desenlace así lo indica.



Veneno de escorpión azul es el libro póstumo-testamento-diario de muerte-poemario terminal del poeta chileno Gonzalo Millán, que acaba de ser publicado por Ediciones Universidad Diego Portales. Millán supo que tenía cáncer al pulmón y se largó a escribir. «Ahora me preocupo sólo de mí, me olvido de los otros. Me interno en el ensimismamiento porque veo con alarma que el barquero aborda su nave», escribe al inicio del diario, una mañana de mayo de 2006 en que toma sopa de arvejas y no sabe bien contra quién enfurecerse, a quién reprochar la interrupción del hilo del relato. Un día de escritura torcida, con la palabra muerte como súbita muletilla, mirando por la ventana al vecino que afeita el prado, con motivación cero, citando a Ennio, a Rilke, a Beckett.



Morir no es fácil, se adelanta a decir Millán. «No basta/ con rendirse y darse por muerto./ El fin pide tu colaboración/ y complicidad». Y de a poco empieza a colaborar sin voluntad, a hacerse cómplice. Teme la tos en las mañanas. Sueña que los demás se van y él se queda porque no puede encontrar documentos, pasajes ni plata. Despierta cada vez más temprano. Quiere fumar y el humo lo ahoga (a estas alturas no va a dejar el vicio). Fumar hierba le da más tos. La solución es la galleta con cannabis. Un amigo le hornea unas cuantas y el efecto es puro alivio. Galletas como una hostia pagana. En adelante los apuntes se llenan de galletas: galleta al desayuno, a media mañana, después de la siesta, de noche, de pie, frente a la ventana, solo, escribiendo, mirando el Mundial de Fútbol, Argentina 2/ México 1, en la casa de su mujer, en la cama de su mujer, en el último viaje al litoral central.



«La supervivencia de los que tienen más de 60 años me saca pica, la muerte de los menores de 60 me consuela», confiesa a los 59. No sabe que si llegará a los 60. Mejor comer galletas y masticar ideas: «No tengo derecho a quejarme. Cosecho lo sembrado. Las semillas del placer engendran tubérculos venenosos». La pregunta es cómo enfrentar la muerte: «acaso si viví como un loco, ¿me toca morir como un cuerdo virtuoso?». La relación está clara: intensidad versus duración. Pero la enfermedad avanza, y ya casi no hay dónde elegir. Insidiosas y vagas ideas de suicidio que nunca se concretan. Pronto descarta quimioterapias y radioterapias, y se queda con el veneno del escorpión azul, una droga cubana que le entrega Pía Barros y que Millán bebe con más obsesión que esperanza al final de sus días. El combate del escorpión contra el cangrejo, como él lo denomina con humor solapado: «Somos una mayoría del cuerpo condenada a la muerte por una facción rebelde, suicida».



Millán sabe que quedan pocas horas; que para todo corre ahora la última vez. Habla y fuma, sin embargo. Y escribe (cómo no) como si fuera a morir mañana. Apuntes cada quince, veinte minutos en el fin del invierno. La cabeza que no se rinde: «Cortar el cordón de la gravedad con el despegue arremetedor. Partir, echarse el pollo, virarse, irse siempre con el elástico, sin saberlo». A tres semanas del desenlace, abandona el veneno cubano. El cangrejo se impone. «El veneno del escorpión azul no sirvió de nada», anota. «El resultado del scanner indica el crecimiento y avance del cáncer al pulmón. Es la confirmación de una condena de muerte». Tres días más de escritura. Citas a Marcial, a Virgilio, a los queltehues que gritan en los prados nublados. A punto de cumplir 60 años, gana el cangrejo. «Ä„Qué sé yo si habrá luz y sombra o nada! Hasta aquí llego yo con mis palabras sublunares».





Alejandra Costamagna. Escritora y periodista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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