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El hombre que estrangulaba gatos con las manos


Las reacciones que ha provocado la fuga del general (R) Raúl Iturriaga Neumann han sido increíbles. Varios diputados y por lo menos dos senadores han respaldado explícitamente su desacato a la Corte Suprema. Jorge Arancibia declaró sin arrugarse que Iturriaga «pasó a la clandestinidad igual que doña Michelle en su época», y Jovino Novoa dijo que «los tribunales debieran evitar poner a las personas en situaciones límites con fallos que no se ajustan a la verdad».



Como senadores, Arancibia y Novoa reciben un generoso salario financiado por todos los chilenos en nombre del Estado de Derecho. Pero ellos se pasan ese Estado de Derecho por donde quieren, públicamente, y nadie dice nada.



El alcalde Cristián Labbé sugirió hace algunos días, frente a las cámaras de Megavisión, riendo con socarronería, insinuante y ambiguo, que sabe perfectamente dónde está oculto el ex agente de la DINA. Existe un blog llamado «El Once De Un Gran Mes» que, con música del Ejército, proclama: «Ä„Viva mi general Iturriaga!». El columnista y alto ejecutivo de El Mercurio Hermógenes Pérez de Arce reiteró este fin de semana su apoyo a la fuga. «¿Está poniendo en duda el Estado de Derecho?», le preguntaron. «Sí, claro», respondió, y terminó contando de lo más divertido que «una señora muy distinguida me dijo que ofrecía su casa para esconderlo, que allí jamás lo encontrarían».



Cualquiera puede defender lo que quiera y tener la ideología que se le ocurra, pero hay un grado superior de envilecimiento moral en la defensa de Iturriaga.



-¿Cuál era su función en la DINA?
-La organización de las Fiestas Patrias, magistrado.



Así le respondió hace seis meses Iturriaga al juez Alejandro Solís (como lo ha recordado el periodista Jorge Escalante). Así de impune se sentía. El magistrado, sin embargo, reunió decenas de testimonios judiciales de ex agentes y oficiales retirados que trabajaron para la DINA (desde Michael Townley a Marcelo Morén Brito, desde Pedro Espinoza a Germán Barriga), y uno tras otro inculparon a Iturriaga, como si no bastasen las centenares de declaraciones en su contra por parte de las propias víctimas. Solís concentró su tarea en el caso de una sola de esas víctimas (la tortura y desaparición del militante del MIR Dagoberto San Martín) y lo condenó a 10 años de cárcel. Hace dos meses la Corte Suprema confirmó la condena, aunque la redujo a cinco años, y fue entonces cuando el general cobarde se arrancó.



Ex comando y paracaidista del Ejército, ex alumno de la Escuela de Contrainsurgencia de Panamá, jefe entre 1974 y 1977 del departamento exterior de la DINA, el general Iturriaga tiene varios procesos y condenas ratificadas fuera del país: por el asesinato del ex comandante en jefe del Ejército Carlos Prats y su esposa (en 1974, en Buenos Aires), y por el atentado contra el ex ministro del Interior Bernardo Leighton y su esposa (en 1975, en Roma). Figura además en la lista oficial -entregada por la administración estadounidense- de autores del asesinato del ex canciller Orlando Letelier (en 1976, en Washington).



O sea y para comenzar: su desacato no es sólo en los tribunales chilenos, sino en cuatro sistemas judiciales.



La Comisión Valech acreditó oficialmente, por otra parte, que Iturriaga fue uno de los cerebros de una de las maniobras políticas más crueles de las que se tenga memoria, la llamada Operación Colombo, un montaje para hacer creer que 119 prisioneros desaparecidos habían salido en 1975 de Chile en forma clandestina y «se mataban entre sí» en Buenos Aires. Un episodio que motivó el famoso título de La Segunda: «Exterminan como ratas a miristas».



Entre sus pares, Iturriaga se hizo conocido por la brutalidad de sus prácticas: sus camaradas han recordado que estrangulaba gatos con las manos como parte de la instrucción para la frialdad de la guerra.



Iturriaga encabezó la Brigada Purén de la DINA (a cargo de un equipo en el que figuraban Krassnoff Marchenko, el Guatón Romo y otras celebridades) que operó desde 1974 en la calle Irán 3937, esquina con Los Plátanos, en la comuna de Macul. Este cuartel fue llamado «Venda Sexy» por las depravaciones sexuales cometidas contra hombres y mujeres. También fue conocido como «la Discoteque», por la música a todo volumen que se ponía para que los vecinos no oyeran los gritos.



Hay prisioneros que vieron allí a Dagoberto San Martín deshollejado, párpados y labios con quemaduras de cigarrillos, las muñecas descoyuntadas, los dedos astillados. Otros no olvidan a un perro de nombre Volodia (no es difícil imaginar el motivo del nombre) usado para violar una y otra vez a hombres y mujeres. Iturriaga oficiaba como perdonavidas, se hacía llamar «papito»: llegaba al lugar, elegía a una víctima y se la llevaba a un «privado». «Lo único que le daba asco era que las mujeres tuviéramos menstruación», relató la prisionera Beatriz Bataszew. Otra, Alejandra Holzapfel, se animó por primera vez a contar en público su caso hace dos semanas, 30 años después, tras saber de la fuga de Iturriaga. «Yo después estudié Medicina Veterinaria», relató, con los ojos llenos de lágrimas, «pero no fui capaz de dedicarme a mi carrera, pues la imagen del perro Volodia nunca me la pude sacar de la mente». Otra añadió: «Él elegía a los más bonitos. Y Dagoberto San Martín tuvo la mala suerte de serlo».



Tres preguntas en el tintero. Uno: ¿no tendrá razón el magistrado Juan Guzmán cuando afirma que quienes defienden a Iturriaga incurren en un delito («apología de la violencia»)? Dos: ¿han revisado las cuentas bancarias y tomado resguardo los jueces respecto de la pensión (estatal, con «perseguidora») que sigue cobrando el fugado Iturriaga? Y tres: ¿qué carajos entiende el Ejército por honor militar?



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Pablo Azócar es escritor y periodista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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