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Editorial: La seguridad ciudadana y los jueces


Es razonable y necesario que las elites políticas mantengan un sentido de alerta sobre el funcionamiento de las instituciones, tal como lo están haciendo con el Poder Judicial. Pero no es adecuado que se les exija, de manera arbitraria, cosas que no les corresponden.



En un Estado de Derecho, la labor del juez es impartir justicia y para ello el estándar de valoración lo entrega la ley. Sobre todo en materia penal, ya que el poder punitivo reconocido al Estado constituye la ultima ratio frente a conductas de los ciudadanos, y en caso alguno puede ser usada de manera arbitraria.



De ahí que no es correcto, ni doctrinariamente preciso, responsabilizar al Poder Judicial, y en particular a los jueces, de la (in)seguridad ciudadana, del aumento de la criminalidad y de la mayor percepción de temor en la población. Esto, más allá de unos pocos -pero bullados- errores administrativos cometidos durante los últimos días, que únicamente demuestran la necesidad de ciertos ajustes concretos al funcionamiento del sistema.



Estas equivocaciones, citadas profusamente por voceros políticos como supuesta evidencia de la manga ancha de los jueces y de la puerta giratoria que constituiría el nuevo procedimiento penal para los delincuentes, sólo demuestran la debilidad de los acusadores y de sus argumentos.



La reforma procesal penal no se hizo para solucionar los problemas de seguridad ciudadana, como más de alguien pudo haber prometido en una campaña electoral. Se implementó para adecuar nuestra legislación penal a la tendencia universal de respeto de los derechos esenciales, tanto de las víctimas como de los imputados. Dividiendo las funciones de investigador y juez sentenciador, y creando la figura del juez de garantía para evitar las ilegalidades, el trato brutal y las arbitrariedades.



En este procedimiento penal, el dueño de la investigación criminal ya no es el juez, sino un fiscal. Y si éste actúa de manera negligente o desaprensiva, y no incrimina adecuadamente al imputado, la responsabilidad no es del juez, sino suya. Es el fiscal quien investiga, con la necesaria colaboración de las policías, quien acusa, y quien debe proveer de pruebas suficientes y legales al juez, para que éste pueda actuar con el rigor de la ley.



El juez debe actuar en proporcionalidad, lo que implica que debe aplicar la ley criminal, que tiene un cuadro de penas, cuya determinación se logra a través de la calificación del delito y de la aplicación de agravantes y atenuantes. Así, por más que un juez desee ser duro, no puede excederse de lo que la ley señala.



Pese a las críticas, nuestro país tiene hoy más de 40 mil reclusos, y presenta una de las tasas de reos más altas del mundo. Lo que desmiente la idea de puerta giratoria o de relajo sancionatorio del Estado chileno. Ante tales cifras, todo indica que sería más productivo mejorar la eficiencia de la prevención.



Culpar a lo jueces de la inseguridad, además de injustificado, produce efectos perniciosos, como la instalación en el imaginario colectivo de que hay un único gran responsable, obviándose los graves problemas y fallas de políticas públicas a cargo del Gobierno y omitiéndose un juicio crítico acerca de la acción de las policías.



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