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La necesaria y urgente reforma de la Cancillería


El servicio exterior, y en particular el manejo de las embajadas, es una función donde se advierte en forma nítida la falta de modernización de importantes funciones que son centrales para la inserción del país en el mundo moderno. Me refiero a un aspecto institucional tan conocido como descuidado por el Ministerio y a una función a la fecha no asumida: el clima humano y organizacional que se vive en nuestras embajadas alrededor del mundo, y el papel del país en la discusión de los problemas que preocupan a la comunidad internacional.



La administración de nuestras relaciones exteriores es muy parecida a la de los institutos armados, sin que ello se justifique. En efecto, el gobierno de las embajadas se guía por el principio autoritario del mando único, irrefutable e indiscutible del embajador. Esta autoridad tiene todas las prerrogativas del mando y los demás funcionarios ninguna. Ello se refuerza dado que la comunicación escrita y telefónica oficial con las jefaturas de Santiago es monopolizada por el embajador. La consulta a los demás funcionarios de la organización, aún en temas especializados, es facultativa. El embajador monopoliza el poder, él decide sobre todo, lo importante y lo minúsculo. Es probable que algunos no tengan conciencia de lo beneficioso que es para toda organización el trabajo coordinado del grupo profesional, incluyendo la misma satisfacción laboral de los participantes. Pero hay embajadores (as) que prefieren el lucimiento personal y/o la imposición de la autoridad a la tarea bien realizada en beneficio del país y, por ende, de su propia misión diplomática.



Por otro lado, en materia de salarios y granjerías prima el principio de a mayor desigualdad, tanto mejor. En efecto, el embajador tiene por lejos del segundo, el mejor sueldo y granjerías exclusivas: casa (muy buena), auto (a veces autos), chofer, empleadas domésticas, personal administrativo a su exclusiva disposición. Periódicos, celulares y comunicaciones gratis. Además, y sin que esta enumeración sea completa, posee, exclusivamente, gastos de representación a su libre disposición. Algunos privilegiados permanecen largos años (diez o más) en este cargo, como verdaderos tapones en relación a las posibilidades de ascenso del resto del personal diplomático. Y algunos de estos privilegiados son «embajadores políticos», es decir, provienen del mundo de los partidos y no de la planta del servicio exterior.



Todo lo anterior hace que el clima social, psicológico y de trabajo que impere en las embajadas depende, en medida absoluta, de la personalidad y psicología del embajador. Esto más allá que éste sea «de carrera» o «político». Una persona hosca y autoritaria puede hacer la vida imposible a profesionales que están, con sus familias, lejos de la patria. Hay funcionarios diplomáticos que han debido soportar a lo largo de su carrera a embajadores de comportamiento insoportable y, por desgracia, algunos ni siquiera conocen otra experiencia y puede ocurrir que nunca la conozcan, de modo que si llegan a la jerarquía máxima de su carrera repetirán el mismo comportamiento autoritario y arbitrario. Agrava esta situación el hecho de que cada año es el mismo embajador quien los califica. Es una situación de anomia total que la sufren en su pellejo a veces destacados profesionales y, lo que es más injusto, sus familias. No hay normas de cumplimiento obligatorio acerca de una preocupación por una convivencia agradable de estos grupos familiares que viven lejos de la patria.



Por todo ello, el nombramiento de embajadores es una tarea muy delicada. No basta que alguien sea un(a) influyente político(a), que sea de sexo femenino o masculino, o que sea un(a) funcionario(a) con larga trayectoria en el servicio exterior. Es muy importante que esta persona posea una personalidad equilibrada, ni neurótica ni autoritaria y que tenga una alta moral para no aprovecharse del poder indisputable que se le otorga y de las granjerías que el Estado le costea. También es de relevancia que tenga no sólo un elevado grado de conocimiento sobre el contenido de su tarea, sino también una cultura general más alta que la del promedio nacional. Una virtud esencial es la capacidad para dirigir, armónicamente, equipos de trabajo. En resumen, ni neurótico(a), ni egocéntrico(a), ni aprovechador(a), ni ignorante.



Tengo la impresión de que en los nombramientos que habitualmente realizan los gobiernos de nuestros representantes en el exterior no se toman en cuentas estas consideraciones, a pesar de las numerosas y tristes experiencias que, al respecto, tiene el Ministerio del ramo. Por lo cual si el nombramiento es adecuado o no, es una cuestión que queda al azar, con el consiguiente costo para la calidad del trabajo y para el prestigio del país.



Otro aspecto en que está en deuda el Ministerio de Relaciones Exteriores y, en general, el gobierno mismo es la adecuada organización y capacitación a fin de realizar, en forma permanente, aportes a la comunidad internacional en los temas que están en discusión en ella. No se trata de saber la opinión del Ministro o del Subsecretario acerca de temas tales como el calentamiento global, el trabajo infantil, la sociedad de la información, la pobreza y el desarrollo científico, u otros. Se trata de los aportes permanentes que los representantes del país realicen en los foros especializados en los se discuten estos temas. La inserción del país en el proceso de globalización no es sólo una cuestión de más exportaciones y más importaciones. Es también la participación informada en la discusión de los variados problemas del mundo de hoy. En relación a estas cuestiones hay tres países en América Latina que tienen voz, en todos los asuntos o en algunos de ellos. Son Brasil, México y Argentina. Chile no realiza aportes o no tiene opinión o los delegados que concurren no están preparados. Es algo un tanto dramático porque el resto de los países, especialmente (pero no únicamente) del continente latinoamericano, esperan que Chile sostenga alguna posición y ayude a enriquecer el debate internacional. Están acostumbrados a leer o escuchar elogios sobre el crecimiento económico del país y el funcionamiento de sus instituciones democráticas. No es un asunto de más o menos presupuesto ya que delegados de Chile están presentes, sean permanentes u ocasionales, en casi la totalidad de las conferencias, reuniones o asambleas que se organizan. Es que simplemente no hablan, se ausentan de las reuniones, se retiran antes de la finalización del evento o no tienen claridad sobre la posición del país. La experiencia de muchos funcionarios del servicio exterior que deben asistir obligadamente a estos eventos es que piden al Ministerio una orientación acerca de los temarios a tratar y nunca les llega una respuesta. Para subsanar esta deficiencia se requiere un trabajo de coordinación permanente del Ministerio con diversas reparticiones del Estado, con Universidades y diversas otras organizaciones de la sociedad civil, gremios y sindicatos y, en ocasiones empresas económicas. Hasta ahora ello se ha realizado en forma superficial y con un resultado totalmente inútil.



Es de necesidad imperativa de los tiempos que corren realizar una pronta modernización de este Ministerio en cuanto a política de recursos humanos (remuneraciones, normas sobre el escalafón, régimen de jubilaciones, destinaciones, sistema de calificaciones); también en lo referente al nombramientos de embajadores (no necesariamente a cargo del Senado y el Ejecutivo, porque ello no asegura el término ni del cuoteo político ni de la acción de las redes endogámicas); normas democráticas sobre el gobierno y administración de las embajadas y misiones; incorporación del país a la discusión sobre los problemas que preocupan a la comunidad internacional y el modo de enfrentarlos.



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Manuel Barrera Romero. Profesor de Filosofía (Universidad de Chile) y Sociólogo (Flacso-Unesco)

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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