Publicidad

Adiós al último samurai


El sábado enterramos al «Papo», sí, así llamábamos aquellos que tuvimos la suerte de conocer de cerca a ese gran hombre que fue Mario Céspedes; el historiador, el profesor, el hombre de televisión, el preso político, el exiliado; pero por sobre todo el hombre feliz.



Nos dejó muchas ganas de vivir, amor por la curiosidad, tres hijos, ocho nietos (siete hombres y una única nieta, la arquitecto Mariana Rodríguez Céspedes); muchos bisnietos y demasiados amigos, pero por sobre todo, mucha cordura de aquella que ya no existe.



Se arrodilló ante un único gran templo: su mujer doña Lelia Garreaud, compañera inseparable a quién adoró desde los dieciocho años hasta su fallecimiento.



Su muerte, nada sorpresiva dada su larga enfermedad, me produjo una dolorosa sensación de fin de un vital período de nuestros tiempos: aquel en que nuestra sociedad valoraba y destacaba a aquellos seres sensibles, cultos, amantes de valores universales y republicanos, que preferían una charla sobre escritores, a una conversación sobre el resultado de las bolsas; explayarse sobre las bondades de los hermanos Carrera, antes que referirse a Adam Smith. Don Mario efectivamente era de aquella época, en que no importaban los «MBA», ni el «merchandising» o el «management», u otras tantas cursilerías que tienen podridas nuestras cazuelas y empanadas. Él era de cuando casi todo se decía en castellano; en que se admiraba a los hombres letrados, congruentes, cultos, probos y sin dobleces, ni segundas o terceras intenciones; en que se prefería leer una bella poesía metiendo mientras tanto los pies en la húmeda tierra, que vivir el boato de un seminario de negocios. En los tiempos a que me refiero importaba más el cariño y un buen vino; la admiración real y profunda era la fuente de apreciación de los hombres destacados. No estábamos todavía invadidos de relaciones funcionales o de conveniencia, que hoy todo dominan.



Qué bueno que la fina percepción sensorial de nuestro «Papo» se había apagado hace un buen tiempo por su enfermedad. Pudo así evitarse ver todas las miserias de nuestra actual incultura nacional, adoradora de malos futbolistas de pelo teñido, de las gruesas facetas de las vidas privadas de muchos primates enfermos de un cáncer moderno que llaman «farándula», y, por sobre todo, de una ciudadanía devota y seguidora imperturbable de nuevos ricos y de reyes de las ambiciones, transformados, como jamás se lo habría imaginado don Mario, en íconos y referentes del quehacer nacional.



El fue de esos escasos «especímenes», hoy casi extinguidos, para los cuales el sólo vivir era una fiesta; el caminar un don, el respirar un carnaval y el compartir un acto de amor. Esa clase de gente que hoy nos parece extraña. Para Don Mario, como dice Montaigne, «nuestra alma no debe actuar para exhibirse, sino para satisfacernos en nuestro interior, allí donde nuestros propios ojos nos miran».



Siento que con su partida desaparece uno de los últimos bellos samuráis de una época más sencilla, más simple, quizás más dura en varios aspectos, pero también más profunda y solidaria, en que lejos estaba el siquiera concebir que llegaría un día en que los hombres «destacados» de la comarca serían aquellos más ambiciosos, que hoy denominamos eufemísticamente «emprendedores»; en que los príncipes de la codicia serían los jefes del barrio y que los portadores de esos virus nuestros charlistas y consejeros.



Don Mario se fue firme y feliz, fiel a su código de antiguo samurai, llevando firme en su brazo el decálogo anacrónico de las cosas profundas; por suerte, muy lejos de la única contradicción vital que hoy ofrece nuestra «cultura nacional»: acumular, o pagar, dependiendo del lado en que nos colocó la rueda de la fortuna.



No quiero desearte un buen viaje, querido Papo, sino más bien un feliz quedarte para siempre, pues como dijo Horacio puedo afirmarte con certeza que «podrá el cielo mañana cubrirse de nubes espesas, o bien brillar un despejado sol; pero los dioses no podrán hacer que lo que fue no haya sido, ni destruir lo que huyó en alas del raudo tiempo».



____________





Gustavo Parraguez, abogado

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias