Publicidad

Matar a todos


¿Quiere llorar? El viernes se llevó a cabo en Santiago el estreno mundial de la película Matar a todos, del realizador uruguayo Esteban Schroeder, un día después de ser nominada para la competencia oficial del Festival de San Sebastián, uno de los más importantes del mundo. Más allá de sus logros propiamente cinematográficos, que son muchos, el solo parto de esta cinta tiene algunas características increíbles.



Trata sobre la muerte de Eugenio Berríos, «el genio de la química», alias Hermes, o El Conde, «el químico de Su Excelencia», el niño mimado de la policía secreta de Pinochet, víctima y victimario, hijo putativo y luego enemigo mortal del general Manuel Contreras, Berríos el amante de los descapotables, la cocaína, las rubias platinadas, la noche feroz y las emociones fuertes, el individuo extrovertido con severos problemas de autoestima, el megalómano, el bipolar, el hombre solo, el animal acorralado: un personaje cuya vida fue tan exagerada que podría resultar inverosímil incluso en una trama del maestro John Le Carré.



No es lo único. Una película cuyo protagonista está en el centro de la Operación Cóndor (máquina de exterminio ejecutada en simultáneo por los servicios de inteligencia de varios países del Cono Sur), contó con el apoyo gubernamental de tres de los principales países involucrados, Uruguay, Argentina y Chile. Un crimen político cometido embozadamente en los 90′, una acción de terrorismo de Estado en plena democracia, se ha convertido en una película que tiene el patrocinio oficial de los mismos países que tienen el baldón de esa conjura estampado en sus hojas democráticas.



Es sano, muy sano, pero inusual. La Presidencia de Uruguay la nombró «película de interés nacional». En Chile, donde el caso Berríos ha sido sistemáticamente soslayado o minimizado por la prensa, y ha tardado más de una década en tener alguna consecuencia en los tribunales, sus principales protagonistas y responsables están vivos, son públicos y están activos, pero la película fue estrenada el viernes en un festival auspiciado por La Tercera y presentada por el ex ministro Francisco Vidal, presidente del directorio de TVN, quien hizo un alegato en favor de la decencia y tal vez pueda lograr que el canal público se atreva a transmitir, esta vez, una producción que ayudó a financiar.



Intrépido fabricante del gas sarín (un producto empleado por los nazis alemanes, que mata al ser inhalado, produciendo el mismo efecto de un paro cardiaco, sin dejar huellas), Berríos es en sí mismo una síntesis química de las últimas décadas. Está acusado de ser el autor del primer magnicidio en la historia de Chile, envenenando al ex Presidente Eduardo Frei en 1982, cuya familia y su propio hijo presidente del Senado están alegando hoy esta tesis en los tribunales. Como si no bastara, se acreditó su participación en por lo menos otros dos homicidios renombrados, el del ex canciller Orlando Letelier (septiembre de 1976) y del diplomático español Carmelo Soria (julio del mismo año).



Ante la sobreabundancia shakesperiana de material dramático, los guionistas de la película fueron astutos y circunscribieron la acción a los vertiginosos días finales, a comienzos de los 90′, cuando se inició la cuenta regresiva y el incontinente agente Berríos fue sacado clandestinamente de Chile por miembros del Ejército y escondido en Uruguay, donde fue perdiendo el control, y sabía y hablaba demasiado, y acabó increíblemente secuestrado en la casa de verano de un general uruguayo, y se fugó, y lo atraparon, hasta que una mañana apareció en la playa de El Pinar, a 40 kilómetros de Montevideo, con dos balas Mágnum 357 en el cráneo.



En su libro titulado Crimen imperfecto, el periodista Jorge Molina reveló hace más de cinco años los nombres y apellidos de los agentes del Ejército chileno que sacaron a Berríos del país cuando volvió la democracia, y también los nombres y apellidos de quienes lo ultimaron, pero recién el mes pasado fue detenido el tenebroso ex fiscal Fernando Torres Silva, en el marco de este caso, y todavía se esperan revelaciones oficiales sobre la muerte de Frei. Molina contó además, entre otras cosas, cómo un Berríos en fuga y desesperado pidió ayuda telefónica a la embajada chilena en Uruguay, en 1992, cómo habló con su amigo el agregado de prensa Emilio Rojas, pero la embajada se negó, con el argumento de que debía «verificar su segundo apellido».



¿Cuándo inició Berríos su tobogán de escarnio y delirio? ¿El día en que fue apaleado por un mirista en la secundaria y decidió enrolarse en Patria y Libertad? ¿El día en que se subió exultante a una limousine, recién egresado de la Universidad de Concepción, mandado a buscar expresamente por Pinochet? ¿El período de omnipotencia en que montó su famoso laboratorio en la casa de Michael Townley, en la Villa Naranja de La Dehesa? ¿En las noches insomnes de obsesión con el color azul y con el «enanismo genital»? ¿Tuvo tiempo de enterarse de que su jefe en los laboratorios del Ejército en Talagante, el coronel Gerardo Hubert, fue asesinado en 1993, en el medio de una investigación por tráfico de armas a Croacia? ¿Qué pensaba de Álvaro Corbalán, cuando tocaban guitarra y bailaban con animadoras de la televisión en el restorán Les Assassins? ¿Tuvo miedo cuando viajó a Irán e Irak a vender armas? ¿O cuando tuvo entredichos con la CIA, el Mossad y la DEA? ¿Realmente llegó a creer que pasaría a la historia por quitarle el olor a la cocaína?



La película Matar a todos alcanza uno de los momentos de mayor intensidad cuando la protagonista (Roxana Blanco), una abogada uruguaya que investiga tozudamente el caso, llega a Santiago y se reúne con la mujer de Michael Townley, la escritora Mariana Callejas, quien dirigía plácidos talleres literarios en el mismo momento en que entraban y salían agentes, soldados y prisioneros en su casa de Villa Naranja. La actriz María Izquierdo interpreta magistralmente a una Callejas crepuscular, ya casi ida, sola, con la voz entrecortada, los labios resquebrajados, los ojos inyectados en sangre. «Berríos decía que no había mejor forma de librarse de un indeseable que una gota de estafilococo dorado», susurra Callejas, fría, agria, narcotizada. «Usted no sabe, usted jamás podría imaginar lo que han visto mis ojos».



________________



Pablo Azócar. Periodista y escritor

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias