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Economía mundial: De tumbo en tumbo


El viraje del ciclo financiero mundial ya no es un mal augurio de los eternos pesimistas. Se ha tornado en una realidad cuyo desenlace, si bien efectivamente no puede predecirse en detalle, nada bueno promete. Peor, cuando por ninguna parte aparecen las políticas que pudieran evitar un desastre no sólo económico-financiero, sino social.



La crisis crediticia que ha dado inicio al viraje financiero es más que reveladora. Se trata no sólo de una «calamidad», como dijera el Presidente de la Reserva de St. Louis de los Estados Unidos, sino también de una «necesidad», como anticipara The Economist hace un par de semanas.



Una calamidad, porque revela y agudiza lo que se ha venido en denominar la «aversión al riesgo». Hasta ahora, la falta de una tal aversión y, más aun, su total ausencia, fue la premisa de una acumulación de capital ficticio global de enormes dimensiones. Esta se tradujo en un descomunal crecimiento de los mercados de valores, tanto de acciones como de papeles de deuda y otros inventos especulativos. Es esta acumulación la que ahora entra en crisis, ya no sólo temporal, sino permanente.



Una necesidad, por el exceso de deudas y el porque el desborde del consumo en algunos países ha llevado al desborde de la inversión en otros. Esto no sólo ha producido una sobreproducción mundial, y la explosión de los precios de materias primas y energía, sino serios desequilibrios financieros internos y externos, junto a una explotación irracional de mano de obra, recursos naturales y del medio ambiente. Curiosamente, el capitalismo históricamente nunca ha esquivado su responsabilidad de corregir estas distorsiones. Pero a falta de coherencia social, siempre lo hace a través de graves crisis de acumulación, cuando no de violencia militar. Desde su punto de vista, las calamidades son una necesidad.



La respuesta estatal a la crisis ha seguido el esquema ya practicado en crisis anteriores, como la de 1998 y 2001. La diferencia está en las dimensiones. Las autoridades de Estados Unidos, Japón y la Unión Europea, a través de sus bancos centrales, y con pleno apoyo de los respectivos gobiernos, han inyectado de manera coincidente ingentes sumas de crédito público destinadas a compensar la disminución del crédito privado. Pero el crédito estatal no ha estado dirigido hacia los beneficiarios originales, sino hacia los intermediarios. No hacia quienes realmente deben, sino hacia las empresas que administran los papeles que representan las deudas. Así se les ha permitido cumplir sus compromisos con sus propios inversionistas y acreedores, que asustados por la caída de los «ratings» y cotizaciones bursátiles y por los resultados de pésimos modelos computacionales, huyen hacia la «liquidez». Todo bajo la ilusión o esperanza, de que la «normalidad» vuelva a los mercados.



Esto quiere decir, que se protege a los sectores económicamente más poderosos, dejando desamparados a los más débiles. Aunque en los Estados Unidos la actual crisis hipotecaria ha sido desatada por el impago real y potencial de hipotecas por parte de un número considerable de hogares, no ha habido plan ni acción alguna para salvar del despojo a los ocupantes de las respectivas viviendas. A pesar de que el impago afecta tan sólo al 3 por ciento de deudores hipotecarios de ese país, el número de desalojos se ha casi duplicado en los últimos seis meses, llegando a un total de casi dos millones. Se prevé que la cifra rápidamente puede ascender a dos millones, con perspectivas de alcanzar pronto los seis millones de hogares. El modelo puede ser ampliado a los fondos de pensiones, seguros y otras empresas financieras, donde la gente tiene depositado sus ahorros, que bien pueden desvalorizarse sin que los fondos pierdan la propiedad de los bienes adquiridos con ellos. Incluso, la desvalorización permite a algunos de ellos aumentar aun más su ámbito de acción.



Es improbable que la creciente intervención estatal pueda revitalizar la acumulación de deudas a la manera anterior. La caída de la demanda global será inevitable, y las manifestaciones de la crisis múltiples. Tampoco podrá paliar el grave deterioro social que la disminución de la «aversión al riesgo» de los ricos ha comenzado a producir globalmente. Pero sí asegurará una aun mayor concentración y polarización de los ingresos y la riqueza. Para muchos, la calamidad y necesidad de la crisis que comienza podría terminar en penuria extrema. Para otros, la crisis se traducirá en el aumento de su poder económico.



*Economista y politólogo

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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