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A la huelga cien, a la huelga mil


Poco después de las seis de la tarde de ayer, un «zorrillo» de Carabineros se subió a la acera, se metió al medio de un grupo de gente silenciosa y un parlante aulló: «circulen, se acabó la protesta». Como todos rieron, el comandante en jefe del zorrillo decidió sacar por un orificio un cañoncito amenazador, que aumentó las risas.



Yo tuve el impulso suicida de golpear la ventanilla del horrible vehículo aquel, inventado en la Sudáfrica del apartheid, para preguntar en nombre de qué y de quiénes se atrevía a tamaña violación de los derechos ciudadanos, pero por suerte me contuve. Me quedó claro, sin embargo, que en el centro de Santiago imperaba desde ese momento un toque de queda virtual.



El tono de lo que ocurriría ayer en Chile lo pusieron anticipadamente los grandes empresarios, que venían exigiendo represión; el gran aparato mediático, que presentó la protesta sindical como acto intrínsecamente violento, y el Gobierno, que ensayó una vez más los inútiles recursos de la amenaza y de mandar a los manifestantes a sitios aislados.



Un general de Carabineros se apresuró a pedir a excusas al senador socialista Alejandro Navarro por el garrotazo a mansalva que le propinó un efectivo. Navarro no alcanzó siquiera a ver a su agresor, pero las cámaras sí, y los comentaristas debatieron todo el día si el paco sabía o no que su víctima era un parlamentario ¿Qué importancia tiene eso? Lo importante sería saber qué tipo de instrucciones y arengas recibió aquella tropa de sus oficiales antes de salir a la calle.



Quien diga que «no negocia bajo presión» o miente o bien es idiota: toda negociación es un intercambio de presiones y los trabajadores, desde que se inventaron los sindicatos, tienen la huelga y la calle como sus únicos elementos de presión. Y si están unidos, tanto mejor.



Por eso la victoria de los subcontratados del cobre sumió a los grandes empresarios en el temor, que luego se tornó en pánico cuando los trabajadores de Agrosuper tomaron el mismo camino, y se comenzó a mirar a los impuestos como camino hacia la célebre redistribución del ingreso que se prometió en 1989.



Con aquello de los impuestos se había llegado demasiado lejos: una cosa es hablar de equidad y salario ético, crear comisiones, llamar a reflexión y proclamar en los foros la irrestricta adhesión a los principios del estado social, y otra muy diferente amenazar las tasas de lucro.



Por eso, desde la huelga del cobre, Alfonso Ovalle, presidente de la Confederación de la Producción y del Comercio (CPC), y otros dirigentes empresariales y de la derecha han exigido en público -y seguramente, con mucho más fuerza, en privado- que el Gobierno desate la represión.



Ayer, desde muy temprano, el gobierno ciudadano de Michelle Bachelet satisfizo plenamente esas expectativas y puso en una situación terrible al ministro del Trabajo, Osvaldo Andrade. El Gobierno logró demostrarle al senador Jovino Novoa que no es «irresponsable», que no le tiembla la mano, que no le amedrenta el hecho de que la inmensa mayoría de los que salieron a protestar contra el neoliberalismo son, o fueron, votantes de la Concertación. Y la intendenta Adriana Delpiano hizo un nuevo papelón, al burlarse de la movilización en la víspera.



El llamamiento de la CUT es, en realidad, plenamente coherente con los principios programáticos de la Concertación, y las promesas de la propia presidenta Bachelet. Y en lo ético, el gobierno de una coalición gestada en manifestaciones reprimidas no puede, sencillamente no puede, alegar que el ejercicio de ese derecho es un recurso violento.



El derecho a la calle, adquirido en la lucha contra la dictadura, fue durante todo el día un argumento de los manifestantes, y pone negro sobre blanco el trágico error político del Gobierno de ceder a la tentación de reprimir, de impedir la libre expresión, y de tratar de abandonar la calle a los vándalos de verde y de civil.



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Alejandro Kirk es periodista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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