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«Sus pechos cántaros de miel…»


-Yo la quiero a usted, ¿y usted a mí? –
-Sí-
-Pues déme una prueba de su amor-




Me cuenta un ilustre amador que era la manera campesina en los años cuarenta de echar los tejos a una moza y, por lo menos, conseguir así un besito.



Menos mal que tan pícaras palabras me han cambiado los cables porque estaba metiéndome en aguas alborotadas empezando la página y luego una termina como el rosario de la aurora sin saber a que extremo nos llevará el punto final.



Sí, porque andamos a muy mal traer en el globo terráqueo, de cataclismo en cataclismo de miseria en más miseria, de oscuridad en negrura. Hay unos, no muchos, que dejan la vida en el empeño de cambiar el mundo. Qué frase más desgastada, se puede pensar con una sonrisita en la comisura de la boca, mientras cada segundo mueren tres niños de hambre, por ejemplo.



No muchos, digo, dentro del caos que hemos organizado y del que no tenemos ni la más zorra idea de cómo salir. Si es que salimos. Porque cabe la posibilidad de que, con un zarandeo bien dado madre naturaleza y el tío Sam, juntos o por separado nos pongan en órbita y nos manden a hacer gárgaras al corazón del sol o al séptimo infierno.



Lo que más asombra sin embargo, es que queden justos convencidos que no todo está perdido, que somos animales de conciencia rescatable, que nuestro anquilosamiento endémico tiene remedio y que antes del próximo Big Bang, aparecerá otra Doña Inés que nos salve como a Don Juan al pié de la sepultura.



Desde aquí hasta el final de la página medio en blanco había escrito no pocas insustancialidades a propósito de lo de siempre y los de siempre. Del terremoto en Perú. Noticia vieja ya. Camiones repartiendo en marcha, si a eso se le puede llamar repartir, como quien echa migajas a las gallinas inmundos sacos de plástico con arroz y las cuatro chorradas de costumbre. Gente corriendo descalza detrás del vehículo, empujándose unos a otros por conseguir la dádiva. No sé que se adelanta con tener arroz y carecer de agua y recipiente donde hervirlo. Y para remate los damnificados tienen que seguir pagando diezmos y primicias por casas que ya no existen, que están hechas escombro y sepultura. Cuándo, me pregunto, es necesario aplicar la desobediencia civil.



Pero me niego a seguir desgastando yema en la tecla del sentimiento. Me avergüenza seguir al carro de los trinos y las lamentaciones mientras estoy cómodamente sentada al fresco sin más sobresalto en este momento que el de encontrar las palabra adecuada, no excesivamente feroz porque hace pupa, para calificar la desidia global de la que formó parte, o para esconder la conciencia cochina de saberse cómplice de la miseria del prójimo. Porque así es y no de otra manera. La otra manera ha llevado a la cruz y al paredón a no pocos próceres y profetas. Una que nunca ha tenido madera de mártir ni de apóstol, se apea por lo tanto de éste púlpito.



Por eso, apenas rozando la tecla que dice DELETE, en un zás cuchufleta, he borrado la hojarasca.



Qué alivio. Al menos no me sentiré tan cínica.



Se me estaban jorobando los higadillos y cruzando la vena caudalosa de la sien izquierda.



A renglón seguido vuelvo a los asuntos del comienzo de la página.



Estuve ayer en una terraza de la calle St. Denis con una vieja amiga y compañera de aplausos, risas y más de algún sobresalto. No hacía ni frío ni calor, al atardecer.
Nos vemos lo suficientemente poco como para tener ganas de reencontrarnos cada vez. Ella me dijo -estás fantástica- y yo le dije -tú también-. Sonreímos sabiendo que era una mentira descomunal porque, como dice Quevedo, nacer es empezar a morir. Y porque el paso del tiempo ha escrito por cuenta propia otras palabras en nuestros rostros.



Mientras tomábamos un café con leche, de esos que pintan los labios de espuma, caliente e invitante a la confidencia, me cuenta Marie que acaba de protagonizar un escándalo de proporciones mayúsculas en un pleno del Partido. Y para más inri delante de Pierre, su ex marido, un político carismático, un hombre de quitar el hipo por las virtudes teologales que le adornan.



Fue y sigue siendo un feo con gancho, hay en él un algo impreciso que le hace irresistible, un modo de hablar, de andar, una voz, una forma de mirar que parece estar diciendo sin decir, mariposilla mía, si te acercas a mí te puede pasar lo mismo que a Ícaro.



Sólo una vez trató de seducirme. Nos apreciábamos mucho, y los dos queríamos a quienes queríamos. Fue tan sutil el gesto, tan galante, que quedó suspendido en la liviandad del aire sin dejar huella.



Después nos hemos encontrado muchas veces en diferentes circunstancias; por razones políticas, sociales o artísticas. Cualquier ocasión ha sido buena para celebrar, abrazarse y estrujarse un poco. Sacudidas burbujeantes.



Marie es una mujer múltiple. Oceanógrafa, psicóloga, pianista y actriz. Quebecuá profunda, cálida, habla sin anestesia, dice lo que siente y trata de no callar lo que piensa. Tiene una gracia añadida muy particular. No es un secreto. Ella además se troncha de risa cada vez que recordamos lo que voy a contar.



Pues resulta que tiene unas tetas con vida propia, con ritmo. Puede hacer con ellas lo que se le antoje, por ejemplo círculos excéntricos perfectamente sincronizados.



La primera vez que vi el numerito llevaba mi amiga un vestido de seda azul real, casi hasta el tobillo, de bonita caída, muy simple y muy pegado al cuerpo. Estábamos celebrando el triunfo electoral del P.Q en su casa abarrotada de amigos y partidarios. Entrada la noche y pletóricos los ánimos cada cual hacia lo que sabía dependiendo de la desinhibición proporcionada por los vapores etílicos y el gustazo de la victoria.



A una levísima insinuación de Pierre, Marie se plantó en lo más alto de las escaleras y empezó a bajarlas en plan Gloria Swanson en Sunset boulevard, lentamente, magnífica, haciendo danzar el par de domingas, luciendo sus pezones tersos, acercándose juguetona y voluptuosa al candidato, cuyo nombre obviamente callo. El azul quebecuá pegado como un guante al cuerpo menudo de Marie, los círculos mágicos y sinuosos a un palmo, y ella cantando con voz hormonal «Mon homme».



Toda semejanza con la realidad será mera coincidencia. Aviso.



No había trampa. Me acordé de Galileo. Digan lo que digan, la Tierra se mueve.



Pues eso mismo pasó con las tetas apoteósicas de Marie.



Creo que jamás habrá sido tan aplaudida y celebrada como en el salón de su casa el día del triunfo de la flor de Lys.



En cuanto al Herodes de aquella Salomé, no me cabe duda de que hubiera hecho rodar mil cabezas por ver sus senos danzantes, a la altura de los ojos o de la boca apenas cubiertos entre la seda.



Pero volviendo al café espumoso de ayer con mi amiga.



Ä„Oh Dios!, todavía exultante me contó con lujo de detalles y las manos al viento lo que le había pasado hacia escasamente unas horas.



Me dijo que el percance había ocurrido en la sede central de su Partido y que seguramente le costaría la expulsión. Que Pierre había dejado varios mensajes en la contestadora, pero que no pensaba de momento contestar a nadie. Antes quería desahogarse, contar a su estilo, deshacerse de la rabia. Y celebrar su salida de madre, justificada y liberadora.



Le había encasquetado un frutero lleno de ciruelas a un cantamañanas en el anfiteatro abarrotado de gente durante el pleno de su Partido. Se trataba del eterno infaltable que a la postre nadie sabe con certeza de donde viene y mucho menos a donde va. El típico provocador de oficio disfrazado de intelectual revolucionario con ramalazo de chulo.



Me explica Marie, con ojos y manos, que era pegajoso como un limaco, que no la dejaba en paz, que la asedió sin tregua, que sentía su resuello calentón en la nuca, que se había convertido en una sombra, en un susurro obsceno, enfermante. Que la había besado en el cuello, por detrás, aprovechando la cercanía. Que en ese momento le hubiera estampado contra la pared. Que hiciera lo que hiciera se encontraba con sus manos y que el asco la paralizó. Que no podía marcharse dada las circunstancia. Faltaba su ponencia. La de ella, una de las históricas del Partido.



La situación resultaba insostenible porque todos pensaban por la actitud de él que entre los dos había complicidades íntimas.



Cuando se dio cuenta ella de la intención perversa del tipo, fue derecha al frutero que adornaba la mesa de la entrada e hizo puntería.



Jura Marie que antes de lanzarlo pensó en las consecuencias, en el escándalo, incluso en la venganza del agresor. Y no le importó. Se lo estrelló con tantas ganas y tanta fuerza que los cristales saltaban y brillaban entre las ciruelas hechos mil pedazos.



Como todo cobarde se quedó lívido, iracunda la mandíbula. Como todo chulo se ajustó el cinto y se agarró los cataplines. Como todo provocador se lavó las manos y apuntó con el dedo.



Y ella como toda mujer avasallada, se restregó con estropajo desde la frente hasta más allá de los pies, en cada ducha de las siete que se dio antes de meterse a la cama y encerrarse en casa bajo otras siete llaves.



-¿Que te parece?- pregunta Marie. – Ä„Qué te parece!- El muy canalla.
-Que tienes una puntería envidiable-, le dije. Que siempre has tenido un par de domingas bien puestas y que mereces encontrarte en la vida con el hombre que te haga una declaración de amor retro y campesina. Como ésta que me han contado.



-Yo la quiero a usted, ¿y usted a mí? –
-Sí-
-Pues déme una prueba de su amor-




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Begoña Zabala, es actriz y reside en Montreal, P.Q .

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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