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Bendita primavera


Pequeños detalles que alegran estos días: las fechas de vencimiento de los yogures, del pago del teléfono, del arriendo. Aunque sea en las papeletas de la burocracia, la primavera ya existe en nuestro calendario. Muy pronto habrá que reacomodar la cabeza, guardar la estufa en la bodega o en el closet, expulsar de la cama ese guatero mata pasiones y volver a escuchar por las mañanas el tímido retorno de los pájaros viajeros. Una se pone ansiosa y anda preguntándose todos los días cuánto faltará para recuperar el horario normal y no tener que cerrar más las cortinas a las cinco y media de la tarde como si viviéramos en sala cuna colectiva.



Curiosamente la primavera y el verano no suelen ser materia de verso. Y en cambio existe una contundente visión poética de la lluvia y del frío. Eso, elogiar el invierno, está bien para el sur, para el tren, para los días de campo con fogón y chancaca. Incluso puede estar bien para ciertos estereotipos románticos. Quizás sea un asunto de temperamento: el invierno asociado a la contemplación, al retiro, a mirar por la ventana el mundo penumbroso. La mancomunión de esta época con el hogar, con la búsqueda aclanada y familiar de calor. El problema con los meses fríos en Chile empieza de la ventana para afuera. El invierno ciudadano, el de las calles santiaguinas al menos, es un espacio de figuras grises, de paraguas negros, de una muchedumbre compulsiva que mata las bajas temperaturas con dosis triples de trabajo y se desplaza ciega por las calles céntricas, con ligeros trotecitos, entumida y ansiosa por llegar a algún destino cálido. Hormigas urbanas que se meten en la cueva (llueva o no llueva), apenas el cielo baja la cortina y mata la luz. ¿Cómo no va a ser infinitamente superior la tibieza de un rayo de sol que ese hielo invernal golpeando el cuerpo, la cabeza y todo lo demás? ¿Cómo no celebrar la llegada de septiembre?



Lo malo, lo único malo de este mes es que incluye las fiestas dieciocheras y todo ese espíritu patriótico desmesurado que se instala como epidemia en todos lados. Pero ¿qué importa si sabemos que de ahí en adelante empieza el camino derecho hacia los meses dorados? Y aunque sean días un poco ficticios, empezamos a vivir paulatinamente con la ilusión de esas jornadas de ropa ligera, de terrazas abiertas y de fauna noctívaga en toda la ciudad. Es curioso: Santiago sorprendentemente consigue disimular su ahogo entre noviembre y marzo.



Puede que todo esto no sea más que una fobia particular a ciertas nubes y a cierto frío. Pero hay razones casi objetivas para celebrar el fin del invierno: desde ahora ya no habrá más noticiarios con exclusivas y arriesgadas tomas del último temporal; dejaremos de escuchar palabras odiosas como sincicial, obstrucción o influenza; ahorraremos un poquito en gas, en antigripales y quizás en caféÂ… Pero no vayamos tan rápido. Todavía estamos en agosto y no sacamos nada con engullir todos los yogures o con apurarnos en saldar las cuentas del invierno mañana por la mañana. Todavía nos quedan algunos chaparrones en el calendario y podría ser de mal agüero cerrar al paraguas ahorita mismo.



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Alejandra Costamagna. Escritora y periodista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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