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La nueva mayoría


Hoy es 4 de septiembre, aniversario número 37 del triunfo electoral de Salvador Allende, y buena fecha para recordar que Chile necesita la gran mayoría que la Unidad Popular y la Concertación nunca consiguieron.



Casi todos los que nos mandan ahora -diputados, senadores, ministros, operadores políticos, generales, obispos o empresarios- hablan y actúan como si el ordenamiento jurídico y político de Chile fuera la cordillera: está allí no más, para bien o para mal, qué le vamos a hacer.



Hablan y actúan como si fuera democrático y legítimo que todos los cargos electivos de Chile se ejerzan con el sufragio de la mitad de los votantes potenciales (para no meterse en el sistema binominal). Hablan y discuten acerca de cómo incentivar o forzar la inscripción electoral sin siquiera asomar la idea de que tal vez sean ellos mismos una parte del problema.



En gran medida, son aquellos que ponen el grito en el cielo cuando hay protestas, los que exigen mano dura, los que piensan que todos esos vándalos de las poblaciones, que aprovechan cada oportunidad para salir a destruir, son sencillamente unos desalmados.



Algunos, y creo que también Ella, se ofendieron sinceramente con la CUT por no apreciar los inmensos esfuerzos que se hacen desde el Gobierno para aumentar el gasto social, mejorar la educación, la salud y la previsión, casi siempre con la obstrucción malintencionada de la derecha. ¿Cómo no comprenden? ¿Por qué no cooperan? ¿Acaso creen que nos gusta reprimir? ¿No ven que queremos lo mismo que ellos?



El propio rector de la Universidad Diego Portales, Carlos Peña, se siente al parecer obligado, ante tanta bilis, a registrar los cambios positivos experimentados por la sociedad chilena en los últimos 17 años, entre los cuales no se cansa de destacar el acceso al consumo, antes reservado a una minoría ínfima. Y tiene razón. Pero ese acceso se obtiene a costa de un endeudamiento agobiador, que mina la propia calidad de vida que pretende elevar, y en general es indiferente a los temas ambientales.



Es equivocado, sin embargo, igualar manifestaciones con violencia, el rechazo al neoliberalismo con una negación maniqueista del «mercado». Hay muchas maneras de hacer operar el mercado, y aunque las desigualdades le son inherentes, no tienen por qué ser obscenas.



Ocurre que la vara de comparación no es la misma de hace 17 años. Hoy resulta obvio que pasó ya la vigencia de los acuerdos alcanzados con pistola al pecho tras el plebiscito de 1988; que ni la mejor intención del mundo puede sobrepasar la camisa de fuerza de la Constitución de Pinochet, de diseño tan genial como diabólico.



Aquel 50% de electores que no quiere votar, aquel desprecio por la política que según las encuestas comparte la inmensa mayoría del país, es señal de que no cabalgamos, Sancho. Puede que sea una metida de pata, pero me parece que no es necesario ser jurista para entender que todo, absolutamente todo, lo mucho de malo y lo poco de bueno que hizo la dictadura, es simplemente ilegal, y que hay condiciones políticas sobradas para reconocerlo.



La idea de una Nueva Mayoría sobrepasa con creces las modestas conversaciones actuales para que el Partido Comunista se integre al Parlamento, o con vista a una alianza democrática «por omisión» en las elecciones municipales, para dar una paliza a la derecha en Santiago y Concepción.



Todo eso es bueno, pero no basta, porque se queda en la periferia. Se trata de que tanto la Concertación como la llamada «izquierda extraparlamentaria» ofrezcan a Chile, cuya mayoría pasiva de algún modo lo exige, otro concepto de país, y que paguen el precio. Para que Chile se termine de modernizar, para que el mercado deje de dividir al país entre ostentosos y resentidos, para conseguir la hegemonía cultural indispensable a todo proyecto nacional, hace falta primero revolucionar el empaque institucional, comenzar por la Constitución, y luego seguir con las leyes.



Se necesita que en este proceso se pierdan las identidades, caigan los símbolos y muchos de los actores y representantes de ese mundo que agoniza y se defiende: que una nueva derecha, un nuevo centro y una nueva izquierda emerjan de la época. Si de verdad tienen vocación de servicio público, o al menos de trascendencia histórica, pues que se la jueguen.





Alejandro Kirk es periodista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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