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Las señas de dos muertes


Uno de los tópicos distintivo de la transición chilena: «dejemos atrás el pasado para mirar el futuro» se ha desvanecido. Puede, que su uso excesivo, como recurso retórico, lo haya vaciado de significado, o que la transición haya culminado y carezca de sentido pronunciarlo, o bien sea un sofisma ya inútil para conseguir determinados fines. Lo concreto es que los políticos, de amplio espectro, ya no lo proclaman.



La Presidenta Bachelet se dispone designar una Comisión Asesora de seis personas que, en seis meses, califique casos de detenidos desaparecidos, ejecutados políticos y víctimas de detenciones y torturas, no declaradas ante las Comisiones Rettig (1991) y Valech (2004). Mientras tanto, las fojas de los jueces con dedicación especial conmueven con los relatos que contienen sus causas contra crímenes cometidos durante la dictadura de Pinochet y que comprometen a la DINA, su policía secreta y a la DINE, la inteligencia del Ejército.



También impresiona el programa de la televisión pública, Informe Especial, cuando enseña a millones de ciudadanos-telespectadores un pasado vivo, en proceso de revelaciones. Dos de ellos: «La muerte de Eduardo Frei: una conspiración secreta» (2006) y «La ratonera de calle Conferencia» (2007) representan procesos abiertos sobre hechos que ocurrieron en mayo de 1976 y diciembre-enero de 1981/82.



Dos hechos que afectan a dos mundos diferentes. Eduardo Frei, un dirigente formado en una familia de capa media, en escuela y universidad privadas, de cultura católica y Víctor Díaz entre a lo menos 26 dirigentes comunistas secuestrados, un dirigente formado en una familia de clase obrera, en la escuela pública, como autodidacta y en la fábrica, de cultura marxista. La vida de Frei y Díaz, un democratacristiano y un comunista tienen un mismo desenlace: son eliminados por funcionarios del Estado chileno.



Este aparente contrasentido se explica en parte, porque el golpe militar y la dictadura de Augusto Pinochet, no sólo era para terminar con la experiencia de Allende y los cambios de estructuras iniciados con Frei, sino para demoler una democracia que, desde y con la Constitución de 1925, se habían ido incorporando en forma progresiva una amplia gama social proveniente de los sectores medios y populares.



Lo que los jueces Alejandro Madrid y Víctor Montiglio están desvelando con rigor y paciencia son elocuentes retratos de esa demolición, así como lo hicieron jueces de Estados Unidos, Italia y Argentina con las investigaciones de los crímenes contra Orlando Letelier, un socialista vinculado a elites internacionales, Bernardo Leighton, un democratacristiano pactista, y Carlos Prats, un militar constitucionalista, o como, últimamente, otros jueces chilenos lo están haciendo con centenares de procesos.



Varios capítulos sobre derechos humanos están por escribirse. La Presidenta interviene sobre ese palpitante pasado, abriendo nuevos cauces. Los parlamentarios en la próxima primavera le darán forma para que ciudadanos continúen narrando sus historias ante los jueces, y los periodistas comuniquen textos y contextos de acontecimientos de un pasado vivo y, por lo tanto, con incidencia en el devenir.



El lugar común de la transición se ha revelado como falacia, porque los seres humanos somos pasado, esencialmente. Sin él no somos nadie, tampoco «futuro». Lo mismo las sociedades, lo importante es intervenir en lo que son, pasado acumulado, y abrirle curso – «futuro» – para ser reconocido y asumido sin dobleces.



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Pablo Portales. Periodista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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