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Las hienas atacan en grupo


No deja de ser rompebolas el tener que repetirse como si se te hubiese rayado el disco o se te hubiesen pegado los platinos, si se me perdona el hacer referencia a tecnologías que hoy parecen tan viejas e inconsistentes como las explicaciones del gobierno por el cagazo del Transantiago.



Repetirse digo, porque ya el año 1988 este servidor había advertido que el plebiscito convocado por el dictador ladronzuelo llevaba en sus entrañas algunas trampitas.



Desde luego el plebiscito sirvió para que se fuese esfumando poco a poco, pero dejando un olorcito persistente, alguna «latencia» para utilizar la jerga de la Secretaría General de la Presidencia, latencia que se tradujo por un homenajito a la hora de entregar las herramientas -vitalicio tal vez, pero eterno imposible-, y se traduce aun por la institucionalidad pringada en la que pataleamos lamentablemente.



Las trampitas funcionaron más allá de lo que los secuaces civiles de la dictadura hubiesen soñado jamás: convertir en defensores del modelo económico e institucional a quienes, antes de recibir el juguete fueron sus propias víctimas, confiesa que manda cojones.



De modo que casi veinte años más tarde te ves obligado a repetir, una y otra vez, que aceptar las reglas de la dictadura no fue un juego tan inocente.



Lo peor es que quienes pagan el pato de la boda son los de siempre, y no puedes sino recordarles la cita obligada del gran Saramago, y que tan bien le viene a la copia feliz del Edén: «… Por cuanto, no teniendo los ciudadanos de este país la saludable costumbre de exigir el regular cumplimiento de los derechos que la constitución les otorgaba, fue lógico, fue incluso natural que no hubiesen llegado a darse cuenta que los habían suspendido«.



Y si a algún inadvertido ciudadano, por puro despiste, se le ocurre poner en práctica alguno de sus derechos constitucionales, se le vienen encima las jaurías, y jaurías digo a falta de algo mejor, y en plural, por las razones que expongo ante vuecencia.



Mira el caso de Alejandro Navarro quien, pensando -tal vez erradamente- que vive en un país democrático, en su calidad de responsable político electo por sus conciudadanos osa asistir a una manifestación sindical efectuada en el marco de derechos que en otros sitios son constitucionales.



No sólo es agredido a mansalva por un policía, generando un escándalo de proporciones planetarias allí donde estas cosas escandalizan (Italia por ejemplo, en donde La Stampa, diario de centro derecha, da cuenta del hecho), sino que además es perseguido del mismo modo que las hienas persiguen a sus presas.



Sabido es que las hienas viven y atacan en clanes o grupos, y siempre intentan aislar a la víctima alejándola de sus semejantes. Tal vez de ahí viene el remoquete de «díscolo», acción guerrera que persigue diferenciar a Navarro de quienes piensan como él y que uno asimila a las mordidas con que las hienas mutilan al bicho que quieren convertir en su yantar. Y si eso no bastase para atemorizar y crear el pánico, siempre queda el recurso de la declaración desafortunada, típica de quienes no gustan sino del vasallo obsecuente, que exigen lealtad incondicional o en otras palabras el apoyo un día sí y el otro también.



Pobre Alejandro Navarro, está rodeado de hienas. Del otro lado están los secuaces civiles de la dictadura, los cardemiles, jamás procesados (otra trampita del plebiscito), y que hoy viven y atacan en grupos o clanes, como las hienas, en una de esas tenemos que cambiar el huemul del escudo por una de estas bestias.



Estos pretenden que Navarro no tenía derecho a asistir a una manifestación política, que no sindical: para los esbirros de la dictadura el ejercicio de un derecho ciudadano sigue teniendo el carácter de una insoportable insurgencia.



Este clan se plantea acusar constitucionalmente al senador. Cuando hayamos terminado de cagarnos de la risa, habrá que ocuparse de quienes (porque también los hay) sugieren que fue Alejandro Navarro quién agredió al carabinero.



Alguna vez he visto a estos celosos guardianes del orden acorazados en plan Huáscar, y confieso que en mi juventud me enfrenté a alguno de ellos y me trencé a patadas en el marco de alguna manifestación estudiantil. Soy testigo de que suelen medir entre un metro ochenta y un metro ochenta y cinco, pesar sus buenos noventa kilos coraza excluida, y están entrenados como los Old Blacks neozelandeses para practicar el rugby como Jonah Lomu.



¿Tú ves a Navarro, que no sobrepasa el metro cincuenta y cinco y que con piedras en los bolsillos no pesa más de sesenta kilitos, atacar a una mole de esa envergadura?



Navarro pesa por lo que piensa, por lo que propone, por lo que analiza, por lo que genera en ideas. Y no tiene al hábito de atacar ni en clan, ni en grupo, ni en jauría. Y contrariamente a otros, no se defiende reunido en recuas ni en piaras. Ä„No te jode!



Lo que nos lleva a repetir una vez más que las trampitas se terminarán el día en que se elimine definitivamente la constitución espuria e ilegítima de la dictadura.



Convocando una Asamblea Constituyente que nos restituya los derechos ciudadanos aprobando una Constitución verdaderamente democrática y que haga de Chile un país en que sea saludable que el gobierno le tema al pueblo.



Y en el que en ningún caso el pueblo deba atemorizarse de su gobierno.



Luis Casado. Ingeniero del Centre d’Etudes Supérieures Industrielles (CESI) – Paris – France. Profesor del Institut National de Télécommunications (INT) – Paris – France. Miembro del Comité Central del Partido Socialista de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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