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Santiagazo


No es que necesariamente la historia tenga que repetirse, pero la estrategia del plomo para enfrentar al «lumpen» ya la han aplicado otros. Sería razonable aprender.



Bulevar de Sabana Grande, Caracas, agosto de 1976. Son las primeras horas de la madrugada de un día de semana cualquier y el «Gran Café» está lleno de parroquianos: estudiantes, intelectuales, ebrios, seductores, seducidas, y el infaltable grupito de italianos vestidos de riguroso negro. Estamos allí, cabros chicos aún, comentando las obras del Festival Internacional de Teatro de Caracas, que convoca a decenas de grupos de todo el planeta, todos los gastos a cargo del gobierno venezolano. Nadie tiene miedo.



Venezuela vive en ese momento en la cima consumista del boom petrolero iniciado en 1973. El presidente Carlos Andrés Pérez, respaldado por los «12 apóstoles» que dominan la economía, avanza hacia su «Gran Venezuela», se convierte en paladín del tercermundismo y repudia a Pinochet, Videla y Bordaberry. El Estado financia no sólo grandes festivales de teatro y cine y concursos literarios, sino también el «pleno empleo» (tipo ascensoristas y limpiadores de baños), grandes industrias básicas, hospitales, escuelas e infraestructura.



El aeropuerto de La Carlota, en el mero centro del valle donde se asienta la ciudad, no da abasto para el tráfico de avionetas privadas: el promedio de espera para el despegue, un viernes en la tarde, es de una hora y media. Van a las haciendas, a las playas, a comprar a Miami o a los casinos de Aruba y Curazao. Los gerentes regalan a sus secretarias y amantes, o a sus hijos y esposas, automóviles «pequeños», de seis cilindros. En los bares de Sabana Grande se reconcilian los viejos enemigos, se confunden en el whisky democrático ex-guerrilleros y ex-represores, todos becarios de la etílica «República del Este».



Pero otra es la vida en las precarias barriadas populares establecidas de noche en los cerros de este valle. Caracas se divide entre «urbanizaciones» de clase media para arriba, y «barrios». En esos cerros no hay cédula de identidad ni seguro social, la basura se lanza por la ventana, la mierda corre por entre los recovecos de escaleras inmundas y los parásitos abultan las barrigas de los niños, pero en cada rancho hay televisión y refrigerador, y hasta algún Chevrolito desvencijado.



El Estado trata de ayudar, les da electricidad (pero nunca -hasta Chávez- títulos de propiedad), y bonos de comida que a menudo sólo compran ron y papas fritas. Descubro una vez, haciendo una investigación, que el presupuesto de salud de la ciudad de Caracas es superior a todo el presupuesto estatal de Austria, pero los hospitales, gigantes, son lamentables. ¿Adónde iban esos 600 millones de dólares?



El «pacto social» imperante es que nadie trasgrede el espacio ajeno. Nadie del valle jamás subió a un cerro y los del cerro deben probar ante policías de todo tipo, contrato de trabajo en mano, que tienen un motivo para estar en las calles y avenidas. Si no, se les aplica la «ley de vagos y maleantes» y muchos de ellos terminan, sin juicio ni condena, en un infierno tropical llamado El Dorado, en la zona de Guayana, que recuerda la novela «Papillon».



Aquellos barrios fueron epicentro de la lucha antidictatorial en los años 50, y de la alucinación armada del Partido Comunista en los 60. Pero para la época de la «Venezuela saudita» se convirtieron en epicentro del desaliento y del rencor, pasaron a ser regidos por el encapuchado «lumpen proletariat». Comenzó entonces, en el mejor período económico de Venezuela, la escalada del crimen violento.



Pérez -cuya escuela de gobierno fue el Ministerio del Interior- respondió al «lumpen» con mano dura, dio amplias atribuciones a la policía para aplicar una pena de muerte de facto que continúa hasta hoy: delincuente armado, delincuente muerto. Los asesinatos se multiplicaron.



Pasó el gobierno de Pérez, las muertes de fin de semana subieron a cerca de cien, la vida nocturna se relegó a lugares enrejados, con guardias armados (que a veces asaltaba la propia policía), y vino la crisis financiera de 1982, momento en que el Estado, preocupado de pagar la deuda externa, dejó de gastar en los barrios y en festivales de teatro. El gobierno de Pérez se convirtió así en leyenda, y sobre ella regresó al poder en 1988, prometiendo un renacer.



Pero el renacer de Pérez pasaba por una receta neoliberal, y cuando la aplicó, se produjo el «Caracazo» de 1989. El 27 de febrero, ese cinturón de ninguneados se lanzó al valle, arrasó con los negocios, se apropió de las calles y un acorralado Pérez no tuvo más remedio que recurrir al Ejército, y el Ejército salió a matar.



Cerca de 3.000 muertos y desaparecidos fue el resultado de aquellos dos días de motín popular, y el inicio de la bancarrota final del sistema que había gobernado a Venezuela desde enero de 1958. En 1993 Pérez fue destituido de su cargo por corrupción, y en 1998 Hugo Chávez, el oficial rebelde de febrero de1992, ganó por amplia mayoría las elecciones presidenciales.



Es muy posible que en este Chile la competencia de quien es más duro con el «lumpen» y su entorno de ghettos estancos haga germinar, también aquí, al primer tropezón de nuestro Chile saudita, la semilla de un feroz «santiagazo».



Alejandro Kirk es periodista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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