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Delincuencia: una deuda concertacionista


Es lugar común afirmar que la delincuencia, en su denominación de inseguridad ciudadana, se ha desbordado, que el temor asociado a su ocurrencia real o ficticia se apodera de barrios y ciudades enteras. Toda encuesta seria señala que es lejos la preocupación más relevante de la población y la política peor evaluada del gobierno de Michelle Bachelet, incluyendo el Transantiago, lo que es mucho decir.



¿Por qué un asunto de envergadura e interés público, y que hace ya años se instaló en la demanda de los ciudadanos al Estado y muy especialmente al gobierno, no ha logrado ser enfrentado con éxito? ¿Cuál es la razón de fondo para que las administraciones de la Concertación, que en amplias áreas muestran logros, fracasen y socaven su credibilidad ante los electores con «paquetes de medidas», «estrategias de seguridad», pobres declaraciones vacías de contenido, anuncios irrelevantes y aumento de gasto del erario público?



La respuesta es múltiple, pero tiene un factor común: paradigmas errados que llevan a la inacción. Para ir sólo a la historia reciente, hace 10 años era explicación común que la delincuencia era un invento de la derecha y de los medios de comunicación vinculados a ella, y que, acabada la «amenaza subversiva», la derecha tenía que inventar un enemigo interno y generar miedo.



¿Qué político serio puede dedicar esfuerzos efectivos a un problema que le inventaron sus adversarios? ¿Quién se quiere meter en la trampa tejida con las emociones colectivas del último homicidio horrendo? Simplemente nadie. Y así fue: la política gubernamental fue desmarcarse y, como mucho, denunciar la falacia.



El otro gran paradigma de la acción oficialista se ha sustentado en una afirmación simple y generalizada en la dirigencia gobernante: en delincuencia nunca se gana, perder es lo normal, empatar la excepción. Esta verdad terrible hace que muchas autoridades no arriesguen sencillamente nada. Para qué exponerse en un asunto que sólo tiene costos. Nada mejor que puentes carreteras, viviendas, hospitales, planes sociales. Delincuencia huele a pérdida segura.



Esto explica, en parte, el fracaso oficial frente la delincuencia y la violencia urbana, un fracaso asociado a la inacción, a la ausencia de políticas, a la falta de continuidad y medición de planes y programas, a la improvisación reactiva, a la falta de directivos y profesionales especializados.



Intentar quebrar esas verdaderas anclas y sustituirlas por nuevas afirmaciones puede ser un primer paso. El temor ciudadano asociado a la vida colectiva, a la percepción del delincuente omnipotente, adolescente, pobre y proveniente de barrios marginales y marginados, debe ser evidencia más que suficiente para que la Concertación se arriesgue a tener una política pública clara y de largo plazo, y directivos competentes para su puesta en práctica.



Comprender la realidad de la delincuencia, el temor y violencia asociados permite buscar caminos y no atajos, generar políticas y no anuncios, construir discurso y evitar cuñas. ¿Desde donde puede ocurrir este cambio?: definitivamente desde el Estado, y en particular desde el gobierno, que debe hacer lo más difícil: coordinación de la gestión, de los múltiples actores estatales que tienen responsabilidad y atribuciones especificas en la prevención y control del delito, protección de las víctimas y rehabilitación del delincuente.



La coordinación de gestión exige, además, el establecimiento de metas e incentivos sectoriales y territoriales a un conjunto de actores estatales, que requieren ser medidos específicamente por los resultados de su acción. Por ejemplo, la política de Vivienda no sólo debe cuantificarse por soluciones, casas o metros cuadrados, sino también por recuperación de espacios públicos degradados o peligrosos. Y Educación debiera medir, además del rendimiento, la capacidad de retención en el sistema escolar de desertores potenciales o en riesgo efectivo. Las políticas públicas exigen enfoques nuevos y activos para romper espejismos y falsos paradigmas.



(*) Abogado

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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