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Discriminación positiva


Desde hace algunos años resulta común escuchar propuestas, con aires de exigencia, que apuntan a la necesidad de otorgar «espacio» a diversos grupos o segmentos de la sociedad, basados en determinadas diferencias con aquello que aparentemente sería la regla general.



En este escenario, nos hemos acostumbrado a las propuestas de políticas dirigidas a incorporar al sector público a personas tan sólo en atención a su calidad de mujer, de indígena, de minoría política y, quizás el día de mañana, en razón de su religión, edad, apellido o lugar de residencia.



Si bien es indiscutiblemente positivo incentivar y fomentar la participación de todos los sectores en el trabajo público -teniendo en cuenta sus aptitudes en virtud de sus cualidades específicas-, no deja de ser ineficiente imponerlo a través de cuotas o espacios predeterminados.



Si entendemos que cada puesto público tiene una justificación y finalidad específica, y que para cada cargo se requiere de un determinado perfil de persona en atención a sus aptitudes, capacidad, experiencia, conocimiento, intelecto, criterio o diligencia, no corresponde atender a otras consideraciones, tales como, edad, religión, estirpe o sexo, ya que se estaría anteponiendo una característica (positiva o negativa según cada situación) ante una cualidad propia y necesaria para el buen desempeño del cargo.



Por ello, discriminar en atención a una característica peculiar de una persona o grupo de personas implica renunciar a la opción de buscar verdaderamente al indicado, de acuerdo a los requerimientos del cargo.



Hoy vemos en ciertas instituciones públicas cómo las políticas dirigidas a favorecer arbitrariamente a unos en razón de otros, tienden a fracasar y a provocar más perjuicios que beneficios. Por una parte, se perjudica a la inmensa mayoría de la sociedad excluyéndola de programas de apoyo social y, por otra, a quienes se pretende beneficiar con tal discriminación, se les daña al estigmatizar y menoscabar sus aptitudes.



Frente a lo anterior, la pregunta es si será justo favorecer a estos grupos en desmedro de otros que viven en condiciones de pobreza y que no pueden acceder a beneficios; y más aún, que ven cómo los recursos se gastan en una «clase de personas» y no, necesariamente, en los más necesitados.



Sin lugar a dudas, la respuesta es no. Si hay alguien que está llamado a no diferenciar arbitrariamente y a generar las condiciones para que toda persona en igualdad de condiciones y derechos logre su máximo desarrollo personal y espiritual, es el Estado. Ello no sólo por mandato constitucional, sino porque es de la esencia del rol que le compete al Estado como sociedad mayor que actúa en subsidio de la menor.



Discriminar positivamente, si bien no es en sí mismo perjudicial siempre que cuente con una causa o motivo legítimo y justificado, no puede nunca convertirse en la regla general o en el modo de operar de quien está llamado a velar por el bienestar de las personas sin distinción arbitraria alguna.



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*Director Área Formación de la Fundación Jaime Guzmán E.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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